jueves, 7 de junio de 2007

Cómo habitar la ciudad sin palabras

Creo que hay que aceptar una premisa inicial: lo que el hombre puede hacer, terminará haciéndolo. No, naturalmente, el hombre individual, pero sí, a veces por desgracia, la especie —o sea: algún particular individuo—. Me temo que la historia ofrece de esta verdad tantas pruebas como la observación de la naturaleza humana —para empezar, el co­no­cimiento que tenemos todos de nosotros mismos—.

Vayamos al ejemplo más dramático: si cabe técnicamente la clonación humana, no hay duda de que se realizará. Los terrores más fantásticos de la ingeniería biológica, esta revolución en marcha, irán saliendo de nuestras pesadillas y cobrando la gravedad gris de la realidad con la que combatir cotidianamente. No se dejó de lanzar la bomba atómica aun cuando se sabía que no se sabía hasta dónde llegarían las lejanas consecuencias de aquella barbarie. Una vez descubierta la potencia de la técnica, hasta el menos fáustico de los hombres inteligentes se sorprende tentado a viajar hasta los límites de las posibilidades inesperables. Aunque comprendemos que las innovaciones telemáticas reducirán en una escala colosal la demanda de mano de obra en los próximos decenios, y por más que no tengamos aún ninguna idea clara de cómo sugerir que se reorganice en consecuencia la jerarquía de los valores sociales que hoy siguen estando en vigor elementalmente, seguiremos subvencionando con grandísimo entusiasmo la investigación en ese campo. Es verdad que la llegada de la sociedad que denomina Telépolis un agudo ensayista español, sumada a algunos de los efectos más perturbadores de los avances en biología, puede dar lugar a una transformación casi increíble de zonas de la instalación del hombre en la vida que no se pensó jamás que estuvieran sometidas a un cambio posible. Me refiero al hecho, ya apuntado en el horizonte, de que ha dejado de ser impensable que los años de nuestra vida se prolonguen hasta varias décadas más, a la vez que la ancianidad pierda algunas de sus notas más tristes. Hoy, cuando nuestro mun­do está inundado de gentes viejas y viejísimas, de demencia senil y mal de Alzheimer, quizá nos hallamos en realidad al borde de la supresión de la ancianidad tal como siempre la hemos conocido. ¿Qué haremos con la idea misma de la realización humana, en este futuro próximo en el que la mayoría no podrá trabajar en toda su vida, pero, en cambio, ésta durará, detenida en una rara semijuventud física, más o menos el doble de lo que correspondió a nuestros abuelos?

Por este aparente rodeo, véase que hemos llegado al tema crucial: ¿cómo se realiza la existencia humana? ¿Qué papel toca a la técnica en ese proceso de importancia literalmente eterna para cada cual? Y luego: ¿qué reacción moral y política cumple al que se atreve a proponer alguna respuesta a las dos preguntas primeras? Porque es evidente que la cuestión del lugar y la función de las imágenes y, en concreto, de la televisión en el conjunto de los usos sociales contemporáneos, viene a ser un rinconcito del problema global planteado por la relación ente la realización del hombre y las posibilidades de la técnica de hoy y del mañana próximo.

Si la primera premisa es la inevitabilidad de la llegada de los productos técnicos que sean realmente posibles, la segunda es que carece de sentido el repudio global de esta evolución de la cultura. El moderno mundo técnico puede ser descrito apocalíptica, paradisíaca o neutralmente; pero en cualquier caso no se debe explicar como una deriva enloquecida que ha tomado de pronto, desde el siglo XVII, la historia humana. Este mismo mundo de las posibilidades estremecedoramente nuevas, era una evidente posibilidad de nuestra historia, a la que llegó su hora de realización cuando los tiempos maduraron. Así tiene que ser afrontado no como un destino desgraciado, sino jovialmente, como una novedad, gracias a Dios, en el interior de la cual debe debatirse ahora el hombre en los pasos de su aventura, infinitamente seria, hacia la plenitud de sí mismo: hacia el logro de su identidad cumplida. Dicho en términos teológicos, que en seguida podemos secularizar fácilmente: todo tiempo es un tiempo de gracia, una ocasión irrepetible, un don de riqueza insondable. De manera análoga a como un teólogo de la historia debe decir que las tribulaciones del presente forman parte constitutiva de la total revelación de Dios, un modesto descriptor de lo que está pasando dirá que esta crisis cultural, siendo la más formidable que se ha presentado desde el Neolítico, consiste, sin embargo, ante todo, en la apertura de nuevas (y por eso mismo maravillosas) oportunidades para conocer hasta dónde llega la aventura humana.

Si empezamos a sacar consecuencias de nuestras dos premisas, veremos inmediatamente que ha aumentado el riesgo de la barbarie —lo hemos multiplicado vertiginosamente y en muy pocos años—, pero que eso es lo mismo que decir que se ha ampliado el ámbito de la libertad real del hombre. Más peligro es más esperanza; porque, efectivamente, sigue siendo verdad que las cosa hermosas y buenas son difí­ciles.
Las anticipaciones de Orwell y Bradbury, por tomar en consideración algunas de las decididamente menos optimistas, coinciden en predecir para muy pronto la desaparición, mejor: la severa proscripción de los libros, sustituidos por la imagen; la imagen en diálogo virtual, como ya ahora se dice plenamente, con cada persona en la zona más privada de su hogar (y también, claro, en el lugar más público). Quizá deberían haber insistido más en que a la pena de tortura por leer o aun por guardar un libro, tiene que precederla la muerte de la conversación y la devaluación del ágora, del parlamento, del tribunal y el mercado. Primero se deja de oír; luego pierde interés el decir; y ya con eso están condenadas la lectura y la escritura, que siempre han sido —incluso en el judaísmo— fenómenos de orden segundo o superior.

En la actualidad, el profesor y el investigador empiezan ya muy frecuentemente el día de trabajo conectando su ordenador y recorriendo alguna ruta de Internet. En casa, el niño ha puesto mientras el televisor, porque no puede esperar la hora del colegio sin estar viendo algo. Pero tanto Internet, como el televisor, que pronto se fundirán en una sola cosa, nos insertan en una semirrealidad en la que, literalmente, hay de todo, y, en especial, mucho de lo que no podemos ver cuando giramos la cabeza y contemplamos la habitación o la calle. Los vínculos (los links, hay que decir) entre unas y otras ventanas virtuales tienden a ser infinitos. Es como si la imaginación de toda la especie humana se hubiera repentinamente cosificado: como si todos sus productos posibles hubieran al fin salido de ella y estuvieran ahora conservados en ese espacio común de los cables telepolitanos. Pode­mos empezar por un puerto serio y apacible, como es la versión digital de cualquier periódico; pero en seguida, sólo saltando de sugerencia en sugerencia , llegamos, si así lo semideseamos, a un vértigo de aberraciones, para, un segundo después, gozar de un texto griego que nos mete en la pantalla un curioso servidor de una universidad provincial de Oklahoma. Y, naturalmente, lo mismo está haciendo en casa el ni­ño con su aparato de imaginaciones cosificadas, desimaginadas ahora que han to­ma­do por fin cuerpo en imágenes públicas.

Esta colosal desverbalización y desimaginación del mundo cotidiano y de los mundos de la fantasía es un acontecimiento de dimensiones aún más impresionantes y de consecuencias aún más radicales que la ingeniería biológica —con la que, como es lógico, guarda profundas relaciones, por otra parte—. En este caso, ni es pesimismo ni es correr un riesgo intelectual decir lisa y llanamente que si los individuos todos, uno a uno, no toman distancia de esta posibilidad que se ha abierto a su lado, destruirán en ellos mismos las posibilidades de ser propiamente hombres.

Uno de los aspectos más relevantes y claros de este fenómeno de barbarie amenazante es, sin duda, la banalización de todo, de absolutamente todo. El telepredicador, la teleprostituta, la telemuerte con violencia, el teletomate frito y todo lo demás, se presentan en cualquier tiempo y cualquier lugar. No hay que cruzar otro umbral que pulsar el botón; no hay rito alguno de paso; no hay iniciaciones graduadas. La apariencia es que todo lo hermoso es facilísimo: exactamente tan fácil como todo lo feo y todo lo indiferente. No cabe desconocer la dura conexión que hay entre esta banalización y la forma misma del dinero: el valor de aparentemente cualquier cosa, homogeneizado y vuelto cantidad discreta. El más universal de los universales materiales es la unidad monetaria de cambio, que puede, por cierto, cambiar de posesor sin que medien palabras. También en el telemundo el hombre que lo semihabita no es tanto un integrante de él cuanto una moneda (la factura de la conexión telefónica no va a ser jamás “virtual”). En la abismática y universal banalización —veo de pronto, con el rabillo del ojo, que en el televisor les están mostrando a mis niños cómo se mató un tipo que quiso batir un récord tirándose con paracaídas desde una azotea de Londres; pero mis gritos llegan, claro, tarde a esos oídos ya cerrados—, el instrumento capital con el que se la lleva a cabo —el dinero— es, evidentemente, lo más reacio a dejarse banalizar.

No hay medidas legales que puedan remediar la desverbalización y la desimaginación del mundo. Aunque, ciertamente, la conciencia colectiva de sus causas, sus síntomas y sus secuelas, es asunto de primerísima im­portancia. Pero la salvación —empleo aquí orteguianamente esta palabra— de esta no­vedad caótica es ante todo trabajo del individuo. La prohibición que viene de lo exterior sólo despierta la curiosidad por ver cómo se la sorteará y burlará. Ya ahora, los límites de la ley son puertas al campo.

Pero hay que usar Internet sin dejarse usar por él. Hay que apelar a la conciencia de la libertad, hay que despertarla. Hay, sobre todo, que hablar y que escuchar. Hay que suscitar las pasiones simultáneas por la libertad, la realidad y las palabras. Precisamente, como nos ha recordado con tempestuosa retórica Michel Henry en su diagnóstico de la barbarie contemporánea y nueva, la acción, el espíritu de las letras, el realísimo afecto con el que la vida se palpa a sí misma, son todos ellos invisibles. La realidad más real, que es la precaria vida individual que, cerrada afectivamente sobre sí misma, ilumina luego los espacios del mun­do cotidiano y los mundos del pensamiento y la fantasía, esa vida es invisible. Es noche, es “agua de los abismos”, como canta el verso de Unamuno.

En algunos aspectos, la cultura clásica europea ha sido injusta con la humanidad humilde del hombre, y estas injusticias no han dejado de proyectarse en la adoración literalmente tal de la tecnociencia. Pascal estaba demasiado seguro de que la soledad radical del hombre, cuando alguna rara vez se actualiza, sólo da de sí un infecto aburrimiento. La huida inconsciente pero inexorable de ese aire de infierno que escapa de las grietas de soledad hacia la superficie del mundo, nos mantiene amparados toda nuestra vida en la diversión. Semejante antropología, tomada por las manos de quien no esté dispuesto a someter su razón a la fuerza de la idea del pecado original, se vuelve muy de prisa en el programa que sólo puede proponer para la realización de la identidad humana su absoluta mundanización o exteriorización. Como si el hombre fuera de suyo nada; e incluso algo así como un agujero de nada en el tejido de la realidad, que tiende a extender su nada por cuanto toca.
Una antropología tanto más optimista cuan­to más realista debe revaluar la soledad del hombre, precisamente para conseguir que vuelva a ser sensible a la apelación de las múltiples palabras que son el mundo natural, las voces de los prójimos y las letras de todos los libros. Poder ser llamado por el propio nombre es ya empezar a estar en condiciones de hablar personalmente y, por lo mismo, de apelar también uno a los demás: de suscitar el futuro de los hombres que van a tener que habitar, solitarios, lúcidos, libres, Telépolis.

No hay comentarios: