jueves, 7 de junio de 2007

¿Qué es vivir siendo un filósofo? Evocación de Sócrates

La estrategia seguida por Sócrates en el discurso de defensa ante su tribunal consistió en empezar por poner delante de los ojos de los jueces la noción de la excelencia —definiéndola en lo que concernía a los presentes: acusado y jueces—, para, en seguida, distinguir dos acusaciones efectivamente presentadas contra él en medio de la opinión pública del Estado ateniense. Queda, pues, subrayado desde el primer instante que el tema de cuanto se propone aducir Sócrates desde la tribuna de oradores de la Heliea es, justamente, cómo debe vivir el hombre que realmente se ocupa en ser lo mejor posible, que busca de veras la excelencia, la plenitud.

En cuanto a las dos acusaciones, como es natural, sólo una de ellas —la reciente— poseía vigencia jurídica; pero el punto en el que Sócrates insiste y en el que funda su modo de proceder es que la querella actual tiene su origen en la aceptación, mejor o peor intencionada, de la auténtica, profunda e inveterada acusación, que corría por el Estado desde un cuarto de siglo antes, cuando la corroboró Aristófanes en el teatro. Verdaderamente, la posición de Sócrates es que nadie hace el mal sino ignorante de lo que en realidad está haciendo. Luego en los acusadores de todos los tiempos, y especialmente en los recientes, no hay que creer que la mejor o peor intención se basa siempre en la plena conciencia de lo que traen entre manos.


Sócrates pretende, pues, que se ha difundido por el Estado una falsa fama acerca de él, la cual, sea cual sea su origen, ha formado ya parte de la educación de la joven generación que lo trae ante el tribunal. Ésta alega que Sócrates ha violado la ley del Estado en dos puntos. En primer lugar, es un ciudadano impío, que no permanece fiel como se debe a los dioses del Estado, sino que se atiene a una religiosidad nueva. En segundo lugar, corrompe a la juventud —evidentemente porque la contagia de su ateísmo, o sea, porque se lo enseña de alguna manera, ya con la conducta, ya con la palabra, ya sirviéndose de los dos métodos a un tiempo—.

La políticamente perjudicial enseñanza de una innovación religiosa es, entonces, el modo en el que Sócrates, según sostienen Ánito, Meleto y Licón, viola la ley del Estado ateniense.

Sócrates es consciente de cuál es el punto de apoyo para esta acusación. La innovación religiosa que alegan en su contra —y de la que deducen inmediatamente su difidencia respecto de los dioses del culto estatal— no puede ser otra que un hecho que le sucede desde la infancia y del que él no hace el menor misterio. Al contrario, prácticamente Atenas toda ha oído hablar de esta peculiaridad de Sócrates y, por ello, no es el acusado el único que la vincula con la primera línea de la alegación de Ánito, sino que todo el mundo piensa respecto de este asunto como el propio Sócrates.

Se trata, en efecto, según cree Sócrates, de algo divino o demónico, que sucede en él con mucha frecuencia, como cosa sencillamente habitual. Es una voz tan sólo oída por Sócrates, que siempre resuena en su interior cuando se dispone a emprender alguna acción, y siempre le advierte para que la reprima. Esta voz nunca incita positivamente a actuar, sino que sólo retrae de cierta determinada acción inminente. En muchas oportunidades, el acto contra el que se pronuncia parece cosa de poca monta; pero siempre ocurre que va a ser, de hecho, un acto incorrecto, algo que, en algún sentido, no debía intentarse. Naturalmente, que sea así sólo se descubre —y es de suponer que no siempre— después de que pasa la ocasión en la que Sócrates iba a actuar en determinado sentido del que se abstuvo obediente a su voz. En el mismo momento en que ésta se deja oír dentro, Sócrates no sabe todavía que no debe hacer lo que se propone. Y justamente en ello radica la confianza que él tiene en la divina procedencia de estos avisos frecuentes: son verdaderos signos, verdaderos presagios que nunca han estado equivocados y que suelen protegerle maravillosamente. No ha habido un solo caso en que haya comprobado luego que su voz le advirtió contra algo que debiera hacerse. Semejante infalibilidad, semejante penetración en la verdadera naturaleza de la vida humana y tanto cuidado particular con él, le obligan a aceptar que es el sujeto de un divino designio.

Como Sócrates no se ha recatado de hablar de esta voz, en cierto modo ha enseñado sobre ella, la ha difundido como si se tratara de su divinidad particular y privada —puesto que se ve que los demás no la perciben ni aun cuando Sócrates les llama la atención sobre su existencia indudable en él mismo—. Y como Sócrates está rodeado sobre todo por gente joven, entre ella ha reclutado a sus alumnos en esta innovación religiosa. Porque no hay duda de que una divinidad privada es una divinidad nueva; y tampoco hay, al parecer, duda en Ánito y los suyos de que quien se sabe bajo la protección de un dios propio, no puede ya pensar seriamente en la divinidad de los dioses del Estado. Pero como estos dioses desempeñan un papel esencial en la comunidad, el atentado de la enseñanza que induce a despreciarlos es un atentado que interesa al Estado mismo. De hecho, la ley se hace expresamente cargo de la necesidad de condenar a quienes violan la religiosidad establecida como condición de la ciudadanía ateniense.

En realidad, sería necesario demostrar exactamente que la fe de Sócrates en su divina señal, aunque no se transmita a sus amigos en la forma de llegar a ser también para cada uno de ellos una voz habitual, al menos les lleva hasta el desprecio de los dioses del culto del Estado. Habría que probar que existe este desprecio criminal y que ha sido el efecto de la enseñanza de Sócrates acerca de su Dios audible en el interior del individuo.

El ateísmo peligroso, ilegal, de los jóvenes amigos de Sócrates tendría, por otra parte, que ser un delito posterior a la amnistía concedida cuando la restauración de la constitución democrática en Atenas, o sea, en los últimos cinco años, aproximadamente. Quince años antes, en plena guerra, cuando la expedición a Sicilia iba a zarpar, sucedió el escándalo de la profanación de las estatuas de Hermes y la divulgación del secreto de los misterios eleusinos, y Alcibíades, que después se condujo con tal veleidad y tales ambiciones, fue, desde luego, relacionado con aquellos hechos. Alcibíades había sido el más amado por Sócrates entre los jóvenes de su generación; y, además, el desastre de la expedición de Sicilia, que fue el principio del fin de la guerra, se puso en fácil relación con los atropellos del culto estatal que lo precedieron.

No mucho después, a raíz de la derrota ante Esparta, el impío gobierno oligárquico llamado de los Treinta, que hizo exiliarse de Atenas a los principales demócratas, fue dirigido por Critias, otro de los hombres que en su juventud más frecuentó Sócrates. Critias era de la misma familia ilustrísima que Cármides, otro joven muy amado por el extraño personaje que decía oír una señal del Dios que nadie más percibía; y en la actualidad Platón, todavía muy joven, miembro de la misma familia, se había vuelto asiduo del mismo maestro.

Critias, Cármides y Alcibíades estaban ahora muertos; pero Platón y otros hijos de familias muy importantes amenazaban con prolongar, en los nuevos tiempos, después de las horrendas convulsiones de las décadas recién pasadas, las mismas amenazas de impiedad respecto de la democracia y sus dioses que, seguramente, había inspirado en los demonios del pasado el mismo maestro impenitente de varias generaciones de jóvenes llamados a liderar la política de Atenas.

Este peligro actual, unido al resentimiento antiguo, fragua en el atrevimiento de intentar la condena de Sócrates, después de que por lo menos durante treinta años este hombre, ahora un anciano de setenta, hubiera formado parte del paisaje cotidiano del Estado.

Hasta aquí las implicaciones y los supuestos evidentes de la acusación reciente. ¿Cómo se vincula toda ella con cierta antigua y muy extendida falsa celebridad de Sócrates, que nunca antes llegó hasta los despachos del magistrado que se ocupa en Atenas de la instrucción de los procesos de ateísmo?

Acabamos de ver que una de las condiciones necesarias para la verosimilitud o la misma verdad de la acusación de Ánito y los suyos sólo se cumple muy imperfectamente. Una cosa es el pasado indudable, una cosa son Critias y Alcibíades y los que los ayudaron; y otra muy diferente —sin embargo, la única que realmente se podía juzgar en la actualidad— es Platón y los demás jóvenes que menciona con sus nombres Sócrates. Precisamente una parte de su defensa, como no podía ser menos, la basa éste en aducir los casos presentes de jóvenes amigos suyos, muchos de los cuales asisten al juicio y están ahí rodeados por sus parientes, como otras tantas evidencias de personas de las que de ninguna manera se podrá decir con justicia que están corrompidas. Y si lo están secretamente, por lo menos tiene ese mal ya que haber producido un contagio de males entre los que están próximos a estos hombres. Descontando el caso de Sócrates, o sea, suponiéndolo todo lo malo que dice Ánito que es, quedan en pie los casos de los demás padres, tíos y amigos maduros, de los que es demasiado, desde todos los puntos de vista, pretender que son todos gente perversa y ateos. Como de la compañía del mal se sigue inevitablemente algún perjuicio, ¿es que nadie lo ha sentido, entre tanta gente inteligente y demócrata? Porque es bien fácil hablar ahora mismo contra el acusado en el tribunal, si se tiene prueba en contrario. Él mismo invita a hacerlo.

Nadie se levanta. Al contrario, cuando la condena se va a pronunciar, los perjudicados por Sócrates, según Ánito, ofrecen, de acuerdo con sus respetables mayores, todo su dinero, con tal de rescatar la vida del amigo.

Así, Ánito no parece estar en condiciones de presentar una prueba que, sin embargo, es necesaria para que la segunda tesis de su acusación pueda ser verdadera. Sócrates quizá corrompió antes de la amnistía a gentes que después perjudicaron al Estado espantosamente; pero tales delitos ahora no se pueden juzgar ya. No hay pruebas, sino sólo expectativas, de que de nuevo la amistad de Sócrates esté corrompiendo a otros. Pero si faltan las evidencias de esta corrupción, cae la segunda violación de la ley que se atribuye a Sócrates. Sólo podría basarse su condena, con arreglo a la justicia, en la primera: la innovación religiosa, o sea, el ateísmo respecto de los dioses del Estado.

Ahora bien, ni siquiera en el remoto pasado, en los años anteriores a la amnistía, se ha negado Sócrates, en forma escandalosa, a rendir culto a las divinidades de Atenas, y mucho menos aún se la ha podido implicar en afrentas como la mutilación de los hermes o la difusión del sagrado secreto del santuario de Eleusis. Ánito y los que le siguen tendrían que demostrar que hay necesaria vinculación entre la voz divina que escucha únicamente Sócrates y la deslealtad para con los dioses de Atenas. Y no es bastante, en absoluto, con que prueben, quizá, que no se puede o se debe creer a la vez que existe el Dios cuya voz oye Sócrates y existen también los dioses a los que se adora públicamente según las leyes del Estado. Aquí no se trata de la creencia, que queda perfectamente fuera del ámbito al que se extienden las leyes. De lo único que puede tratarse es de actos de profanación como los que se habían vivido en la Atenas de los años de la guerra, o de actitudes semejantes, como la propaganda atea de un tal Diágoras, que sobre todo era hacer irrisión en público de las actividades religiosas del Estado y animar a otros a la misma burla.
Pero no hay el menor rastro de tales delitos en la conducta de Sócrates. Es evidente, por tanto, que lo esencial de la acusación es la idea de que corrompe a los jóvenes este maestro desligándolos de los sagrados respetos y compromisos que un ciudadano de Atenas tiene contraídos, por el mero hecho de serlo, con los dioses tutelares del Estado, últimas instancias que justifican la existencia de Atenas como una comunidad política. Y como esta acusación es menos que débil, no se puede sacar del hecho de que haya sido presentada otra consecuencia sino que Ánito es un hombre muy poderoso y Sócrates alguien a quien él aborrece profundamente y de antiguo. Porque también hay que tener en cuenta que si no prosperaba una acusación de modo que consiguiera, aun siendo derrotada, un buen número de votos favorables, podía volverse duramente contra el que la había iniciado.

Ánito no puede probar limpiamente sus cargos contra Sócrates, pero tampoco teme —aunque es verdad que pone por delante, de hombre de paja, a Meleto— una acusación contra él mismo por cosechar un número ridículo de votos en su favor. Luego es verdad que hay que retrotraerse al pasado —o, a la vez, a la profundidad de la conciencia del acusador y de los jueces— para entender cabalmente que a Sócrates se le traiga ante el tribunal a estas alturas de su vida y después de tantos acontecimientos decisivos como Atenas ha vivido en los años de la madurez del filósofo. Sócrates tiene toda la razón en buscar en lo oculto del tiempo y de la conciencia las raíces de este proceso.

Pero también es verdad que esta revelación de lo oculto, este no atenerse simplemente a los hechos juzgados, es ya el principio de su condena. Si al defenderse se hubiera limitado a lo que la ley tenía que tener a la vista, las cosas habrían resultado tan sencillas como nos lo han sido a nosotros ahora mismo: no hay pruebas de la corrupción que se alega y no hay pruebas del ateísmo de Sócrates. Por lo mismo, aun suponiendo que Sócrates sea en su fuero interno un ateo y aun admitiendo que su amistad es una forma de enseñanza, y que el centro de esta enseñanza sea el ateísmo del maestro, o bien se trata de un mal enseñante, o bien el ateísmo recibido en sus oyentes no ha pasado del ámbito de la creencia —que ni se juzga ni le importa propiamente al Estado ni a ninguno de los acusadores y los jueces—.

En cambio, al investigar en voz alta la antigua acusación, Sócrates se introduce precisamente en los fondos cuya agitación podrá encubrir la claridad de la falta de base de la presente acusación.

Al obrar de esta manera inesperada —o que no debería esperarse de quien se ve obligado a pleitear por su vida—, y siempre suponiendo que Sócrates tiene perfecta conciencia de lo que hace —además, la voz del Dios no avisa en contra de esta conducta—, o bien Sócrates quiere ser condenado, o bien es que no debe (no puede) obrar de otro modo. Pero Sócrates sostiene que no quiere ser condenado, sobre todo para que ello no redunde en perjuicio de Atenas misma. Su defensa es, en realidad, una defensa de Atenas, entre otras razones más, justamente por ésta. Luego se impone la conclusión de que, al obrar como lo hace, al introducirse en las oscuridades del pasado y del fondo de las conciencias de todos los presentes, Sócrates obra de la única forma que se compadece con lo que él sustancialmente es. Obra como debe obrar según su naturaleza. Esta naturaleza es la filosofía. Así, al referirse a los antiguos, primeros y más temibles acusadores, Sócrates actúa precisamente como filósofo y en defensa tanto de la filosofía como del Estado ateniense.

Si ahora interesa conocer el texto de la antigua calumnia, también, e incluso más, importa saber en seguida cómo entiende Sócrates la filosofía y cómo concibe que le cabe a él, el día de su juicio, defender no tanto su vida cuanto al Estado ateniense.

En realidad, sólo desde la perspectiva de cómo concebía Sócrates el ser del filósofo puede avanzarse sobre terreno seguro hacia la comprensión de por qué remover en el momento aparentemente más inoportuno la antigua acusación. Y también sólo desde aquella perspectiva se podrá entender suficientemente la manera peculiar en la que esta calumnia vieja es presentada ahora por Sócrates, y el modo en el que la refuta ante el tribunal.

Por tanto, comencemos por el verdadero principio: ¿qué es vivir siendo un filósofo? Ante todo, es vivir dialogando, o, lo que es lo mismo, en el perenne examen de sí y de los interlocutores. Éstos no se eligen propiamente: cualquier conciudadano o cualquiera que pase por Atenas es en potencia un interlocutor de Sócrates.

Pero ¿en qué sentido el diálogo es, precisamente, un examen perenne de sí mismo y todos? De todos, pero de uno en uno. Se dialoga en medio del espacio público, bien en la plaza del mercado, bien en el gimnasio, o hasta andando por las calles; y, naturalmente, también en los banquetes o en las reuniones eruditas en casa de algún particular. Lo que significa que ninguna de las palabras de un diálogo está reservada a unos pocos destinatarios. Por principio, no hay nada en un diálogo que no pudiera ser dicho en otro diálogo cualquiera y en otro escenario y entre otras dos personas.

Sin embargo, un diálogo es una trama de preguntas y respuestas, tal que uno de los interlocutores tome el papel de interrogador por un tiempo y esté siempre dispuesto a aceptar el otro papel, el de interrogado, cuando la marcha misma del diálogo lo requiera. Sócrates prefiere el papel del que pregunta, pero sobre todo en el principio de un diálogo, que, una vez abierto, con frecuencia obliga a Sócrates a intercambiar papeles con aquel a quien empezó preguntando.

He aquí la difícil estructura, a la vez singular y universal, del diálogo. No se entiende sin dos y nada más que dos personas, si se lo toma fraccionado, en cualquiera de las fases en las que se lo divida. Cuando caemos en mitad de un verdadero diálogo, siempre nos encontramos escuchando las reiteradas preguntas de un hombre y las reiteradas respuestas de otro. Pero, precisamente, siempre puede alguien caer en la mitad de un diálogo, de modo que más bien el diálogo es entre tres que entre dos; y si es entre tres, entonces, por lo mismo, también es, esencialmente, entre tantos cuantos puedan de hecho oírlo.

Así, si la filosofía es vivir dialogando, pero el diálogo tiene estas características sobresalientes ya a primera vista, ¿por qué no va a haber un diálogo que incluya en su espacio, por ejemplo, a quinientas personas, a mil personas? Los jueces en la Heliea eran aquel día quinientos, y habría sin duda varios centenares más de personas que habían entrado en el recinto y estaban escuchando. Sócrates no pregunta, sino que habla largamente; pero ¿es que sólo son preguntas las que indudablemente lo parecen de entrada, breves y dichas con la entonación característica?

Sólo se puede pensar que hacemos justicia a Sócrates si tratamos de comprender su apología de Atenas y de sí mismo como un acto más de su vida de filósofo y, por lo mismo, como un diálogo que implicó a un millar de atenienses y que implica a todos sus lectores futuros. Sólo si la evidencia resulta después contraria, estaremos autorizados a retirar esta hipótesis de comprensión global de la defensa de Sócrates.

Ahora bien, ¿por qué un diálogo es, precisamente, un examen de quienes intervienen en él? ¿Quién examina y de qué a los interlocutores?

Hemos de suponer que este escrutinio lo sufrimos al mismo tiempo todos los que dialogamos: el que pregunta, el que responde y todos los que escuchan o leen. No es que el que pregunta examine al interrogado ante el tribunal de los que asisten mudos al encuentro; sino que Sócrates pretende que participar de un diálogo es aprestarse a sufrir, juntamente con todos los demás participantes, un examen. No hay, pues, nadie que examine; o, lo que es lo mismo, cada uno se analiza a sí y, por ello, a la vez a todos los demás.
¿Cabe una cosa como ésta?

Ante todo, en el diálogo, en la filosofía, lo único que se hace, en cierto sentido inmediato, es hablar y escuchar. Las palabras que se entrecruzan en el espacio del diálogo son, justamente, aquello que da su nombre al acontecimiento entero. ¿Cómo puede alguien, por el hecho de manejar palabras, examinarse a sí mismo a la vez que examina a todos los demás participantes en el diálogo, incluidos aquellos que él no puede ver, porque se limitarán a leer, muchos siglos después, el registro de las palabras que fueron pronunciadas en cierto lugar y cierto día? Sólo puede ocurrir algo como esto si es que las palabras son el instrumento a la vez que el criterio del examen en cuestión, y sólo si es que las palabras son tan uno mismo como cualquier otro que las use para preguntar, para responder o para escuchar o leer.

Yo que me examino a mí mismo dialogando, a la vez que examino a Sócrates y a sus jueces, tengo que desdoblarme de alguna manera para poder ser el sujeto y el objeto de mi examen, pero de un modo tan sorprendente que este desdoblamiento lo sea siempre de mí mismo y en mí mismo y por la virtud de un instrumento cortante que también sea yo mismo. En cualquier otro supuesto, no será cierto que me esté examinando. Pero a la vez ha de ser verdad que toda esta identidad de sujeto, objeto, instrumento y criterio del examen, es identidad mía e identidad de los innumerables participantes potenciales en el diálogo.

No hay modo de expresar esta extraordinaria situación mejor que diciendo que aquello que permite el diálogo y se erige en criterio suyo es, realmente, la cifra de mi identidad conmigo mismo y de las identidades de todos los que dialogan. Este elemento es, precisamente, la palabra. Luego habrá que pensar que es ella la clave de mi identidad conmigo mismo y de las restantes identidades de los que dialogan. Las palabras del diálogo son (soy) yo mismo, precisamente según aquello en mí que me permite volverme sujeto y objeto simultáneo del examen. Pero igualmente son esas palabras Platón y Sócrates y Ánito, por lo menos en aquella zona de ellos que hace posible esta positiva identificación en cada uno del sujeto y el objeto del examen dialógico. La palabra (del diálogo) soy yo en tanto que instrumento y criterio del examen que me tiene a mí por sujeto y objeto; pero es asimismo Sócrates y Platón y Ánito...

Concentremos este resultado así: digamos que las palabras del diálogo son el criterio del examen del hombre y, por ello mismo, la parte más excelente de la identidad de cada hombre. El criterio de mi identidad es algo mío, es parte eminente de mi identidad, y por esta misma eminencia es también parte y criterio de cualquier otra identidad humana. En cierto modo, lo más propiamente idéntico a mí mismo —como que es el criterio para el examen de mí por mí mismo— es la palabra supraidéntica (permítaseme la expresión). La eminencia de mi autoidentidad, de mi autoidentificación, es, por decirlo de alguna manera, más yo que yo mismo; y al serlo, es más yo que cualquier yo humano. No hablamos, propiamente, nosotros, sino el yo supraidéntico en cada uno (el yo impersonal, habría dicho Simone Weil), gracias al cual y bajo su criterio podemos identificarnos con nosotros mismos todos examinándonos según él.

Más yo que el yo es la palabra.

Pero nada de esto es posible a no ser que cada uno seamos algo más y diferente de las palabras del diálogo. Yo soy mis palabras —que son más yo que yo mismo— y, además, soy también algo distinto. Algo menos yo que yo mismo, que surjo de la inadecuada identificación—gracias a las palabras— entre las palabras y este factor subidéntico, si también se me permite esta otra expresión.

Desde luego, otras identidades no tienen este aspecto ni se dejan pensar con este modelo. La piedra es ella misma sin palabras, sin examen, sin identificación inadecuada de ella consigo misma a través de las palabras y sobre la base de dos factores, de los cuales uno deba llamarse supraidéntico y el otro deba llamarse, en correspondencia, subidéntico. Es la identidad del hombre la única que presenta esta tensión, este dinamismo interior irremediable. Hasta el punto de que, en sentido literal, una vida sin examen, sin diálogo, sin filosofía, sin autoidentificación inadecuada según las palabras y lo otro que las palabras, no es vivible para el hombre. O el hombre deja de ser tal, o es ya interlocutor en un diálogo. Sin examen, sin filosofía, sin diálogo, sólo hay vida biológica, pero no vida humana.

¿Qué puede ser ese factor que sobre todo se pone a examen a la luz de la palabra que soy yo y soy más yo que yo mismo? ¿Cómo puede retraerse del diálogo un hombre alguna vez? ¿O es que en realidad no se aparta nunca un hombre del diálogo, de modo que cada una de las acciones de su vida propiamente humana es tanto un acto como un acto de diálogo? Pero ¿es que entonces toda forma de vida propiamente humana es ya de suyo filosofía? ¿No es más bien la filosofía, como testimonia la peculiar vida de Sócrates, una forma poco frecuente de la existencia del hombre, pero tan valiosa que debe practicarse aun a riesgo de morir juzgado injustamente por el tribunal?

Cabe también la posibilidad de que hayamos exagerado en la confianza que merecen las afirmaciones de Sócrates. Nos hemos dejado llevar por las consecuencias de ellas hasta este punto, que a muchos se les antojará lejano y arduo, pero que se sigue sin duda sencillamente de lo que proclamó Sócrates ante su tribunal.

Por una parte, parece que sería muy necesario preguntar a Sócrates acerca de qué es este examen perenne y universal que realiza el diálogo en que la filosofía consiste; pero en realidad la respuesta está ya dada. Si es examen de mí mismo, sea yo el que pregunta, el que responde o el que asiste en silencio, es que las palabras resultan capaces de juzgar, desde mí mismo, lo que soy realmente. El examen lo es de mi identidad, de mi mismidad.

Pero entonces es que se trata de discernir en mí, gracias a las palabras que yo soy en modo eminente y supraidéntico, lo que realmente soy, de aquello otro que también, pero no realmente, estoy siendo. La distinción se hace dentro de mí, entre mi identidad real y mi falsa identidad: entre lo que me une en la supraidentidad humana (y siempre mía) y aquello que me separa falsamente, aquello que no es en mí simple y transparente palabra de diálogo. La acción de dialogar realiza, pues, el perenne acercamiento de mí a mí mismo por eliminación de lo que soy yo también, sólo que falsamente, en la oscuridad que no dialoga, en la mala identidad del apartamiento meramente biológico respecto de la supraidentidad dialógica de todos los hombres.

Este descubrimiento es muy importante, pero aún no está bien expresado. El yo que falsamente soy consiste también en palabras, si miro mejor las cosas, porque sólo en este supuesto cabrá examinarlo según las palabras. Lo que falsamente soy es palabras también, pero, justamente, falsas palabras falsas. Realmente, productos de lo que tengo en mí más alejado de la luz del diálogo. Palabras falsas, que son además falsas palabras porque expresan lo que en mí es silencio, cerrazón a las palabras del diálogo, exclusión y meramente vida subhumana.

Pero no debemos olvidar que si siempre hay que continuar el diálogo, es justamente porque la identificación plena que busca el examen no culmina nunca: el silencio sorprendentemente locuaz que también somos, sólo que falsamente, es el contrario inevitable de la palabra. Ambos se condicionan mutuamente y, por lo mismo, se acompañan siempre, como las distracciones en un diálogo largo, como el sueño que corta la vida propiamente humana.

Sócrates trató de hacer comprensible para sí mismo y para sus amigos y sus jueces este estado de cosas que somos nosotros mismos en cada instante. Se sirvió de expresiones aparentemente más fáciles que las que he usado yo, pero deja caer en medio de ellas también algunas decisivas de entre las que ahora hemos empleado en nuestro común esfuerzo por emprender o reemprender el diálogo con Sócrates. Él dijo siempre que las palabras del diálogo, que ciertamente examinan la identidad de todo hombre, y no lo adyacente a esta intimidad, tratan de la excelencia del hombre como tal, en la plenitud de sus relaciones interhumanas, o sea, como miembro de su comunidad política. Definía así Sócrates la filosofía como un diálogo interminable en torno a la excelencia ciudadana, o, aun más primariamente, como el efectivo cuidado vigilante por esta excelencia (y por sí mismo, y por la identidad de todo aquello que la tiene propiamente humana y ciudadana).

La primera calumnia no sólo implica, sino que incluso contiene la segunda. También en ella, desde luego, la corrupción de la juventud que más peso político está llamada a tener es la parte principal. Lo realmente grave e indeseable es el reflejo político de la acción de Sócrates, y no, naturalmente, la influencia meramente privada que alcancen sus ideas y sus comportamientos.

Una corrupción esencial de los herederos del poder en el Estado es siempre un problema religioso, una cuestión de últimos fundamentos del actuar y del ser. Quien aparta a los jóvenes de lo que el Estado espera de ellos, tiene que valerse de algún tipo de método educativo nuevo: introduce una innovación fatal justamente en lo que concierne al modo como se transmiten de generación a generación las pautas fundamentales de la conducta y del pensamiento que convienen al Estado.

La única variación notable entre vieja y nueva calumnia es que en aquélla no se tomaba en cuenta la voz divina que suele oír Sócrates. La época no paraba mientes en una cosa tan inofensiva y quizá hasta tan religiosa. Lejos de eso, con más generosidad, en cierto sentido, y con más vigor, se limitaba a confundir a Sócrates con uno más del grupo de los que innovaban en materia de formación de la juventud. Puede que los viejos acusadores fueran tan poco perspicaces para el matiz como los jóvenes, y seguramente su intención no era mucho mejor que la que abriga Ánito; pero, al menos, eran más sensatos y consistentes en su empeño.

La mencionada innovación en lo que hacía a la formación de la juventud ateniense más poderosa consistía, en primer lugar, en que hubiera quienes se presentaran ante ella profesando explícita y hasta orgullosamente ser expertos en educación, distintos de los educadores tradicionales, que no reclamaban para sí ningún tipo especial de preparación. Sólo gracias a que alguien eleve esta pretensión de educador profesional y experto, tiene sentido que se interrumpa la cadena tradicional de la formación de los jóvenes. Quienes de entre éstos disponen de tiempo y dinero suficientes, se atreverán a desligarse de los que se suponían que iban a ser sus educadores, para establecer un vínculo nuevo con esos esenciales extranjeros que han venido a inmiscuirse en un asunto que afecta a las bases últimas de la organización del Estado.

A semejantes hombres presuntamente hábiles en educar se les aplicaba el muy adecuado calificativo de los expertos por antonomasia. Sin duda, un experto en la formación de hombres lo es en algo mucho más importante que un experto en la formación de animales o que cualquier otro que lo sea en la mera elaboración de lo material o de lo que vive sin conciencia de hacerlo; aunque sólo sea porque el hombre es quien maneja y conduce, en múltiples formas, a los restantes seres vivos y no vivos, con la excepción de los dioses y de las fuerzas superiores de la naturaleza —si es que entre éstas y los dioses hay alguna diferencia—.

En griego, al experto por antonomasia se la llama el sofista. De modo que la confusión de Sócrates en el género de los sofistas es la clave de la antigua acusación; y, por lo mismo, no en las ridiculeces sobre la voz demónica, sino precisamente en esta confusión ve Sócrates la raíz de que no se le entienda, no se le acepte y vaya a terminar por condenársele (de hecho, la sorpresa mayor que recibió Sócrates el día de su juicio fue comprobar qué alto número de conciudadanos, aun no habiéndole entendido cabalmente, le absolvían porque, siquiera, eran capaces de seguir distinguiendo lo legal de lo ilegal).

Sócrates afirmó que, en realidad, esta confusión terrible todavía abarcaba a más que a introducirlo a él en el mismo saco que a los sofistas. Lo que la gente de Atenas, lo que la masa conservadora de la ciudad y sus portavoces, los comediógrafos, habían hecho, era mezclar a los sofistas con los investigadores de los fenómenos del aire, del éter y de las profundidades subterráneas.

Atenas ha confundido dos grupos de presuntos expertos bien diferenciados: los llamados fisiólogos y los llamados sofistas, y ha tomado después a Sócrates por uno de los miembros de esa clase confusa, cuando la actividad y el propio ser de Sócrates, según declara él tajantemente y desde siempre, son los de un no-experto, los de un puro particular, uno de tantos. ¿Qué ha permitido este torbellino de mezclas?
Ante todo, antes incluso de intentar una respuesta directa a la pregunta que acabo de formularme, hay que observar que Sócrates pone así a los ojos de los jueces un punto muy fuerte de su defensa, por más riesgos que corra al levantar los fantasmas del pasado. Este punto es que sus actuales perseguidores están, en realidad, acogiéndose, por ilegal que sea, a las mismas leyes con las que se iniciaron procesos de impiedad en la época de Pericles y se siguieron planteando después, durante la guerra. Las comedias que atacaron hace veinticinco años a Sócrates en realidad reclamaban que las gentes lo acusaran también a él de la impiedad que creían haber visto en Anaxágoras el fisiólogo y en Protágoras el sofista. Aquellas calumnias peligrosas, que, sin embargo, no surtieron ningún efecto legal ni atrajeron sobre Sócrates ninguna calamidad privada, estaban ya basadas en la confusión de Anaxágoras con Protágoras y de ambos con Sócrates y con cuantos pudieran parecérseles hasta cierto punto.

Volvemos con ello a la cuestión de la apariencia que pudo dar lugar a la confusión. Y vemos siempre que su clave está en tratar de la misma manera a quienes entran en contacto con la juventud separándola o, al menos, distrayéndola de la continuidad esperada de su educación tradicional. Es el trato frecuente con los jóvenes, en la medida en que cambia los hábitos tradicionales de éstos, lo que levanta las iras de la gente, naturalmente después de que se ven claras las consecuencias políticas de esas innovaciones y resultan ser nocivas o simplemente molestas para un número grande de ciudadanos conservadores.

Lo que los antiguos calumniadores dan por supuesto es que todo trato asiduo es enseñanza, en un sentido, y aprendizaje, en el opuesto. Y como este trato es hablar, dan por entendido que hablar es, en las circunstancias en que lo hacen o Anaxágoras o Protágoras o Sócrates (un hombre maduro entre muchos jóvenes), enseñar y aprender. Enseñar, además, al modo en que un jarro lleno de agua se vacía en los vasos: uno sabe y vuelca su saber, y los demás no saben y se limitan a recibir el saber que fluye en ellos por el medio alado de las palabras; oídas las cuales, el bien o el mal que deban hacer queda inmediatamente hecho, porque son una mercancía que, a diferencia de lo que pasa con el aceite, el vino o el pan, no se deja almacenar primero en algún recipiente y examinar luego por un verdadero experto. Las palabras son asimiladas nada más ser escuchadas. Y escuchar es llenar el propio hueco con lo que llena ya de antes al maestro (no las palabras, sino aquello que ellas reproducen y trasladan, porque el maestro, aunque vierta palabras, no se vacía de su saber).

La vieja calumnia no recuerda que estar en contacto y hablar pueda ser diálogo. Para ella, la diferencia de edad y el hecho de que sean mayoría los jóvenes en un determinado círculo de trato cotidiano no tradicional, es ya suficiente prueba de que las palabras que corren en el interior de ese ámbito son fragmentos de lecciones.

Por otra parte, el fisiólogo es el que investiga, como dice su nombre, el origen del que proceden las cosas que conforman la totalidad de lo que existe a ojos vistas. Lo que rodea al hombre en su vida cotidiana, incluido el propio hombre, aparece, ante la mirada de estos presuntos expertos, como el conjunto total de lo que debe ser explicado, en su existencia y sus modos de ser, retrotrayéndose al hallazgo de su primer origen. ¿De dónde procede la totalidad de lo que evidentemente existe? Y ya este plantear tal cuestión es haber empezado a responderla con las palabras: Todo no es, en el fondo, más que… En el lugar de los puntos suspensivos se debe colocar el nombre auténtico de aquello de lo que se origina todo, o sea, aquello que propiamente todo es, aunque no lo parezca. El fisiólogo, pues, necesariamente recorre la trayectoria que va de lo patente a lo oculto; de lo que ha llegado a ser, a lo que fue en un principio; del efecto evidente a la causa que en principio se desconoce porque se ha ocultado en el devenir mismo de sus efectos. La totalidad de lo que existe procede de x, luego consiste esencialmente en x según las transformaciones que alguna ley interna al ser mismo de x ha impuesto para el desarrollo de cuanto hay. No está excluido que la causa recóndita de todo lo que existe sea algo que actualmente sigue aún existiendo y estando bien a la vista, sólo que oculta su naturaleza auténtica de principio de todo. Anaxímenes de Mileto, y muy recientemente, ya en tiempos de Sócrates y en la propia Atenas, Diógenes de Apolonia, habían sostenido que x era el aire. Lo habían sostenido, o sea, lo habían enseñado. Aristófanes representó a Sócrates creyendo y divulgando, en su propia escuela, las doctrinas de Diógenes sobre el origen común de todas las cosas y los mecanismos peculiares en que todas se han ido produciendo del aire mediante el movimiento que es la ley interna o la vida misma del primer principio de la naturaleza.

Ahora bien, cuando un fisiólogo cree que ha alcanzado sin duda a conocer el principio del que todo procede, la sustancia que en el fondo, secretamente, todo está siendo, cree por ello mismo haber suspendido la validez de los relatos antiguos sobre los dioses y su relación con la naturaleza entera, por ejemplo y ejemplarmente en la manera en que Homero y Hesíodo, los poetas educadores tradicionales de todos los griegos, los narran y elaboran. La educación tradicional se refiere a los dioses, cuando los fisiólogos se refieren al principio incausado, a la sustancia (o a las sustancias) que soporta todas las cosas que existen y todos sus peculiares comportamientos. Nada es tan comprensible como que Anaximandro, Parménides o Heráclito afirmen también que ese ser que ellos ahora conocen, y que todavía permanece secreto para el común de los hombres, reemplaza verdaderamente a Zeus, el padre de los dioses, los hombres y todo lo que vive. Como escribió Heráclito, casi un siglo antes de la muerte de Sócrates, este principio primero y secreto quiere y no quiere que lo llamen Zeus. Se ha dejado llamar así, en la medida en que lo han conocido veladamente hasta ahora los hombres; pero cuando abiertamente se le reconoce tal cual es, deja inmediatamente de querer su antiguo nombre.

Pero una comunidad política en la que vive y tiene crédito un fisiólogo es, por ese mismo hecho, un lugar en el que la educación tradicional se rompe, porque en ella mueren los dioses del Estado. Heráclito se apartó, en un gesto rarísimo en la Antigüedad, de la vida en el seno del Estado; pero los pitagóricos crearon una red de Estados sometidos a sus doctrinas sobre la naturaleza. Y si Anaxágoras y Diógenes publicaron sus teorías en Atenas, entonces, a no ser que tomaran cierta distancia de sus tesis mismas —como hizo Jenófanes—, innovaron revolucionariamente en materia de religión. Fueron, pues, sofistas.

Con lo que descubrimos por sorpresa que la opinión de la gente que dio pábulo a las comedias y a los juicios de impiedad era más consistente de lo que nos había parecido en un principio.

Efectivamente, la vieja calumnia, la vieja mentalidad en la que se fundó la calumnia a Sócrates, fue derecha a lo esencial y pasó por encima de lo secundario. Lo secundario era que los sofistas propiamente dichos, cuyo modelo fue Protágoras, no enseñaban, con mucha frecuencia, nada sobre la naturaleza verdadera de todas las cosas. Más bien eran en la práctica escépticos en materia de fisiología. Y, sin embargo, el contenido de su enseñanza venía a parar en la misma esencial consecuencia: la ruptura impía con la educación tradicional.

Justamente, Protágoras fundamentaba su éxito en haber dejado a un lado la fisiología en su cátedra ambulante. Las razones para esta novedad sobre la novedad que ya representaba la aparición de hombres en la Hélade como Parménides o Pitágoras, era doble. En principio, se trataba de que Pitágoras estaba convencido de que la vida humana es demasiado breve para la averiguación teológica de los fisiólogos. Pero también sucedía que Pitágoras sentía sobre esto lo mismo que sus discípulos potenciales: que los temas de teología fisiológica (o cosmológica) no eran los que de verdad interesan y, por lo mismo, los que deben entrar en consideración cuando de lo que se trata es de la educación práctica, útil, interesante de veras, de un joven. Que existan o no los dioses, o que todo sea en definitiva aire o número, puede que, a la larga, se tenga que reflejar en cambios incluso radicales en la educación; pero de una manera inmediata, ninguna de tales convicciones —si es que son más que ilusorias— conduce al éxito en la vida democrática del Estado. Lo que en ésta importa es aconsejar en las asambleas populares y en los tribunales acerca de lo que debe hacerse, de lo que debe emprender o no emprender la comunidad política tomada globalmente. Esta actividad sólo es satisfactoria cuando el consejo, además de ser bueno para los fines que se persigue, es de hecho adoptado como resolución de toda la comunidad. Este efecto no lo asegura la mera bondad de lo que uno propone, sino que requiere de un medio que la ponga en evidencia incluso ante los ojos de los más reacios o de los más torpes. El buen consejo debe ser ayudado por algo que le es en principio perfectamente ajeno, y que no puede consistir sino en el arreglo hábil de la presentación: en la cosmética de las palabras con las que se ofrezca a una multitud. Este arreglo es aquello en lo que precisamente tiene que ser experto el buen miembro de un órgano democrático de decisión: el hablista. Éste es el saber que profesa Protágoras. Nosotros podemos describirlo como el saber que consiste en ser experto en reforzar la apariencia del buen consejo: conseguir que las palabras desmedradas medren; ayudar a que las palabras que serían débiles salgan vigorosas. Para lo cual debemos volver a los hombres a los que tales palabras se dirigen en criterios vivos de nuestro saber, que siempre se adaptará adecuadamente al auditorio que tengamos. Según él medimos la buena disposición de lo que decimos al aportar nuestro consejo, y el éxito bueno o malo quedará bien evidente: si triunfa nuestro parecer, es que supimos reconocer y adoptar a tiempo la buena medida. A esto limitaremos el ámbito de nuestro interés. Pero ¿qué mayor virtud que saber dirigir bien a la comunidad de la que formamos parte? ¿Es que, seriamente hablando, se extiende a más el ámbito de lo que de veras importa a un hombre cabal? El sofista, por su parte, que tiene que conocer cuanto ahora estoy exponiendo, sí levanta su mirada y sus conocimientos un buen trecho más allá de lo que necesitan hacerlo sus discípulos; pero se da la paradoja de que lo más hermoso no es ser sofista, sino, únicamente, buen discípulo de un buen sofista. Lo que del sofista debemos aprender no es su pericia de tal, sino la técnica del buen éxito de nuestros discursos en las reuniones de un Estado democrático. El sofista vive de vender su técnica, así que vive esclavo de su actividad; pero su rico alumno vive en la libertad de aquel cuyos designios son puestos en práctica por todo un Estado convencido de que son los mejores.

En realidad, como podemos ver con sólo mirar atentamente lo que se propone el sofista que está de acuerdo con Protágoras hasta este punto, lo antitradicional de la sofística, que se manifiesta en la ruptura de los vínculos familiares como escuela formativa de la juventud, no está tanto en la sustitución de Zeus por el Aire y el Torbellino, cuanto en el desinterés escéptico por la fundamentación religiosa de la vida común. En principio, este desinterés puede ser respetuoso con la tradición, sí; pero a condición de abandonarla muerta. A la larga, como se vio tan palmariamente en la Atenas dominada por los Treinta, el desinterés se vuelve explicación que elimina de raíz la posibilidad de la religión del Estado.

Sócrates, después de enumerar las tesis de la vieja acusación en su contra —que él es a la vez un fisiólogo y un sofista—, se distancia extraordinariamente de la comprensión que el vulgo tenía de fisiólogos y sofistas. Aunque reconozca en seguida que Anaxágoras fue impío respecto de la divinidad del sol y de la luna, no dice que él y los demás educadores que innovan en uno de estos dos sentidos fueran ateos, tal como lo entiende Meleto, sino que dice que la gente que oye calificar a alguno de experto en educación, de fisiólogo o sofista, reacciona creyendo que además es un impío. En otras palabras: Sócrates se distancia de que necesariamente la fisiología y la sofística sean impías para con los dioses de Atenas. Sólo está de acuerdo en que ése es el reflejo que la enseñanza de una y otra tienen habitualmente en los discípulos. Queda la reserva de lo que ocurra con los maestros mismos, en la soledad que precede siempre en ellos a la divulgación de sus doctrinas.

En todo caso, se mantiene en pie, ahora más claramente, la sustancia misma de la acusación: Sócrates es uno más de aquellos educadores que innovan y, así, dejan afectados los fundamentos sagrados de la vida de la comunidad. Lo que realmente han hecho Ánito y los suyos es afirmar que Sócrates es el único de tales expertos funestos y falsos que hoy queda en Atenas.
Las siguientes preguntas son, pues: ¿es verdad que existen, más allá de la mera apariencia que les da el hecho de tener presuntos profesores, la fisiología y la sofística? Supuesto queexistan, ¿son necesariamente ateísmo ya en el fuero interno de quienes las poseen? Y todavía es más importante averiguar si son esencialmente saberes que se vuelcan en la formación de la juventud, de modo que quien los practica se vuelve por ello mismo un educador. Finalmente, todavía importa más saber si la educación es lección y no diálogo, o si no será, más bien, siempre diálogo y nunca lección.

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