jueves, 7 de junio de 2007

Esquema del tratamiento que propone Emil Fackenheim sobre la comprensión judía de la Catástrofe

Se trata de un acontecimiento único.
Lo cual no quiere decir que sea el peor. Por poner un ejemplo: los gitanos no tienen aún tantas voces que lamenten y piensen su tragedia.
Parte de la unicidad del acontecimiento está, por así decir, del lado de sus autores. Se trata de la imposibilidad de reducir a racionalidad la llamada Solución Final del problema judío en los territorios del Reich.

Pero lo peculiar de la descripción que hace Fackenheim de los hechos está en sostener que el carácter único de ellos sobre todo radica en la condición de las víctimas. En 70 de su principal obra, God's Presence in History. Jewish Affirmations and Philosophical Reflections (Prensas de la Universidad de Nueva York, 1970), escribe: "El millón largo de niños asesinados en el holocausto nazi no murieron ni por su fe, ni a pesar de su fe, ni tampoco por razones que no tuvieran que ver con la fe judía. Como la ley nazi definía al judío como aquel que tiene un abuelo judío, fueron asesinados por la fe judía de sus bisabuelos." Y un poco más adelante describe así la situación: "Como Abraham en otro tiempo, los judíos europeos ofrecieron una vez, a mitad del siglo XIX, un sacrificio humano por su mero compromiso mínimo con la fe judía consistente en criar niños judíos. Pero en vez de lo que ocurrió con Abraham, no supieron lo que estaban haciendo y no hubo indulto." (70s.)
Esta percepción de lo ocurrido se combina inmediatamente con la posición esencial del judaísmo de una forma extraordinariamente notable, que podríamos resumir en la idea de que la Catástrofe es también y sobre todo única entre los acontecimientos históricos en el sentido de que es aquel que quizá puede aspirar al título exclusivo de ser literalmente la supresión, hasta su raíz misma, de una religión y de una historia colectiva milenaria.

Me refiero a que Fackenheim dispone de una interpretación del judaísmo -tan ampliamente acreditada en las fuentes judías tradicionales que sólo puede tomarse como rigurosamente conforme con el núcleo mismo de la existencia judía en tanto que tal- según la cual es éste el testimonio necesariamente particular de que Dios se hace presente en y a través de la historia humana de una forma primordial; primordial incluso, cuando se la compara con la forma de Su presencia que es la creación del mundo. Porque en realidad sólo la presencia de algún modo patente de Dios en y a través de ciertos acontecimientos históricos es Su revelación, a partir de la cual cabe que se lo entienda también -y así debe suceder- como Creador del mundo.
Suponiendo ahora que ninguna de las formas en que se puede defender la presencia de Dios en la historia sea aplicable sin blasfemia a la Catástrofe, queda refutado el judaísmo.
Sólo que de esta manera se llega a la situación infinitamente paradójica de que la derrota de Hitler es, al mismo tiempo, su victoria esencial. Hitler habría, entonces, fallado su objetivo más inmediato y exterior: la aniquilación de los judíos; pero habría conquistado su meta última e íntima: la aniquilación del judaísmo.
Aparentemente, sólo cabe ensayar las siguientes salidas:
O bien es que la esencia del judaísmo no era la revelación de Dios en y a través de la historia. En cuyo caso, sencillamente, se descubriría con ocasión de la Catástrofe -si es que no la rotunda verdad de la muerte de Dios- un error de autointerpretación gigantesco; con la favorabilísima consecuencia de que podría expurgarse de este modo también la imagen del judaísmo en sus caracteres más negativos -quién sabe si así Hitler no habría ayudado prodigiosamente a que el judaísmo se encontrara por fin consigo mismo, y a que los gentiles lo vieran en adelante a una luz a la vez más verdadera y más amable!-.
O bien se trata de afirmar de una manera realmente nueva que Dios está presente, ante todo, en la historia. No servirían ni la filosofía -la teodicea- ni el pensamiento midrásico -que deja esencialmente abiertas las contradicciones-, y ni siquiera servirían tampoco los modos en los que la misma religión judía ha tratado de vivir, de realizar, el terrible misterio del sufrimiento injusto del inocente. Pero si ésta fuera la alternativa, entonces, por una parte, se hace necesario retroceder hasta las mismas experiencias radicales en las que se originó el judaísmo, porque ninguna de sus crisis históricas, por profundas que hayan sido, incluida la desjudaización de Jerusalén en 135, bajo Adriano, sirve ya de paradigma para lo que ahora se trataría de realizar; por otra parte, habría la estricta necesidad de reconocer en la Catástrofe una adición a la autorrevelación divina: una mutación, aunque sólo parcial, de al menos un aspecto esencial del judaísmo.
El regreso, por detrás y más allá de las experiencias históricas cruciales, hasta las experiencias radicales, es la única manera de comprobar ahora si se mantiene en pie todavía algo que pueda llamarse judaísmo. Sólo que este retroceso a las fuentes viene fortísimamente apoyado por una evidencia de orden práctico, por algo así como una evidencia metafísica de orden moral: No se debe permitir en ningún modo que Hitler gane su decisiva batalla póstuma.
Si el análisis de las experiencias históricas en las que nació el judaísmo -la experiencia de liberación del Mar Rojo y la experiencia de la recepción de la Ley en el Sinaí- permite discernir acertadamente sus rasgos esenciales, cabe la posibilidad de que, al compararlos luego con el acontecimiento de la Catástrofe, muestren con éste una cierta continuidad, alguna clase de correspondencia. Y si hay tal, entonces debería decirse o bien que en las raíces del judaísmo quedaban lugares impensados por la tradición, que hacen factible asimilar dentro de ella a la Catástrofe; o bien que ésta es, en algún sentido tremendo, una tercera experiencia radical, que abre, sin duda, una nueva forma de ser judío, sin renunciar a la presencia de Dios en la historia.
Si no es factible ninguna de estas cosas, entonces, como la realización de la Catástrofe demuestra irrefutablemente la posibilidad de su repetición, e incluso la atrae más cerca del reino de las realidades históricas futuras, sólo cabe a los judíos sobrevivientes no repetir el sacrificio de Isaac en el modo horrible en que sus bisabuelos, sin conciencia y sin indulto, lo llevaron a cabo. La "eutanasia" del judaísmo, que Kant pedía y pronosticaba, debería ser el primer deber del judío superviviente. Sólo que entonces Hitler es, en definitiva, una verdad mayor que el Dios de Abraham.
(22 de octubre de 1999)

No hay comentarios: