jueves, 7 de junio de 2007

Dos fragmentos de nueva racionalidad

La expresión “nueva racionalidad” tiene algo de inquietante, de absurdo, no menos que de prometedor. ¿No es acaso imposible que la racionalidad sea nueva o vieja? ¿No es claro que la razón permanece idéntica a sí misma, e incluso que esta inmutabilidad es su rasgo definitorio? La razón se eleva intemporal, aún más que eterna, por encima de las vicisitudes de lo sensible. Ella es el órgano con el que el hombre se permite la mirada semidivina de todas las cosas sub specie aeterni, sub specie intemporalitatis. Y es que la unidad mínima de razón es el principio de contradicción, o sea, la certeza absoluta, invariable, de que la afirmación y la negación de lo mismo acerca de lo mismo en el mismo sentido constituyen una conjunción falsa. En otras palabras: poseer una razón es entender la diferencia tajante, perfecta que existe entre el sí y el no puros; y todavía en otras palabras más: ser una realidad racional es conseguir separar siquiera una vez lo que está claro de lo que está oscuro. La racionalidad consiste, sencillamente, en la conciencia cierta de que se tiene algún problema, o sea, de que no todo es fácil, claro y simple; de modo que es absolutamente seguro que se tiene algún problema y que no todo es claro, simple y fácil. La evidencia racional primaria, modestísima y mínima, pero no susceptible de ser erradicada, es que se existe problemáticamente, que hay dificultades: que, diga lo que quiera quien sea, es cierto, apodícticamente cierto, que tenemos serias dificultades (lo cual excluye apodícticamente que no las tengamos).

Es seguro que no es inútil recordar la necedad de las maneras más usuales de la pretensión a “superar” el principio de contradicción. Basta reparar en que cualquier superación auténtica de él tiene al menos que poseer una condición: trasportarnos a un lugar en el que no siga vigente este principio. Y este lugar tan especial sólo cabe si el sí y el no continúan vigentes y distintos. La mera idea de desear superar el principio de contradicción supone ya la afirmación de la verdad inamovible del principio. Eso sí: para aquel que sea racional, o sea, que entienda su proyecto y entienda al mismo tiempo de dónde va a partir y a dónde quiere llegar. La única forma en que el principio más elemental de la razón queda abolido es cuando “sí” y “no” significan lo mismo, cuando ya no se sabe si se tiene algún problema o ninguno. El principio de contradicción se supera cuando vale y no vale y lo contrario, todo a la vez y no a la vez; cuando de nada se puede decir, como dejó escrito Platón en Teeteto, ni siquiera la expresión adverbial “ni así”, que parece el colmo de las paradojas de un buen texto budista mahayana o de la Instrucción a Svetaketu.
Digo que no es inútil esta breve rememoración porque la charla irresponsable e inconsistente (y aburridísima) sobre nuevas racionalidades adquiere los sombríos tintes que llevan estos adjetivos consigo en el momento en que los interlocutores comprenden con el término “racionalidad” vagos y, en todo caso, enormes edificios teóricos que a duras penas es nadie capaz de medir. Si no queremos sumarnos a una algarabía que no nos concierne en absoluto, es imprescindible que nos tentemos bien la ropa y ciñamos y fajemos nuestros conceptos, como filósofos antiguos, como amigos inveterados de lo racional.
Supongamos el mejor de nuestros esfuerzos en este sentido ya realizado o en sinceras vías de realización. Pues bien, también y todavía entonces (ya dije que se encontraba un matiz de cosa prometedora en la frase de mi título) hace cierto buen sentido y hasta se antoja necesario hablar de nueva racionalidad. ¿Cómo así?
Mi tesis es que la vieja racionalidad con la que compite la nueva admisible y necesaria es la racionalidad moderna paradigmáticamente representada por la comprensión de la ciencia galileana de la naturaleza como la única ontología general verdadera. Hasta aquí, una posición bien conocida. Pero quizá sea algo más novedoso el resto: que todas las formas en que fue combatida radicalmente esta actitud ontológica son otras tantas iniciaciones a la nueva racionalidad; y que la serie de estos enfrentamientos radicales se inicia con Pascal y Berkeley y, sorteando el grado relativamente menor de hondura representado por Hume y su descendencia, continúa en Kant y Fichte, se desdibuja poderosamente en los sistemas de Schelling y Hegel y se manifiesta del modo más claro en la posteridad de Hegel que más crítica es respecto de éste: Kierkegaard, Rosenzweig, Husserl y Whitehead, a quienes sigue una pléyade de importantes pensadores. Algo menos potentes me parecen ser las formas de novedad representadas por Pierce, Bergson y Blondel, las cuales también han sido desarrolladas por muchos autores a todo lo largo del siglo XX.
Esta declaración programática no tiene nada de arrogante. Sólo expresa la serie de estímulos fundamentales que imantan el camino filosófico que no tiene otro remedio que ir recorriendo el autor de este ensayo, que se sabe muy bien nada más que en los comienzos, y que busca todavía inspiraciones múltiples en la ontología precartesiana, de modo que sus avances se realizan positivamente a velocidad infinitesimalmente pequeña.
Esta introducción o autopresentación parece la menos mala manera de justificar por qué la apelación a los nombres de Rosenzweig y Husserl que sigue ahora. No trataré sino de volver accesibles los comienzos radicales de estos dos fragmentos de nueva racionalidad, cuyo carácter complementario debe quedar por pensar.

2.
Comencemos mirando en la dirección de la enigmática obra de Rosenzweig, para empezar el esbozo de cómo cabe, con temor y temblor, referirse a una nueva racionalidad.
¡Se habla de tantas maneras del fin de la filosofía! Ya casi se avergüenza uno de persistir en la pasión filosófica -como alguien que estuviera enfermo de una enfermedad sobre la que se tiene la certeza de que fue erradicada del planeta hace ya mucho tiempo, en la época de sus abuelos.
Pero el modo más original de referirse a ese fin es, sin duda, salir diciendo que lo que ha ocurrido es que la filosofía ha cumplido por completo el propósito para el que fue creada. Y ésta es exactamente la salida de tono de Rosenzweig.
Esto significará una de dos cosas: o bien que la necesidad -o el interés- de los que se originó han sido satisfechos por la filosofía ya; o bien que se ha visto que el medio que se escogió para satisfacerlos no era el adecuado.
Ahora bien, tanto en un caso como en el otro -en el segundo, manifiestamente; en el primero, basta para verlo que se diga desdeñosamente que la filosofía, gracias a Dios o al destino, se ha acabado de una vez-, el problema persiste, y lo único que se sabe ahora ya es que la filosofía no lo cura. Quizá, incluso, precisamente porque no lo cura, lo agrave.
Un interés así, persistente a través de las edades, que ha sostenido una empresa de tal aliento como ha sido la filosofía occidental, centro de la cultura de Europa durante dos milenios y medio, y que todavía perdura en la forma de acicate hacia horizontes nuevos, más allá de la crisis decisiva de esta cultura configurada por la filosofía, bien merece que se le llame un interés de la condición humana.
Los intereses responden a necesidades, es decir, a carencias conscientes. Pero una carencia consciente es un mal contra el que se lucha, ya porque se tiene la esperanza de superarlo, ya porque no hay más salida que luchar contra él, a la aventura o hasta desesperadamente.
¿Qué mal es tan real, tan persistente, como para que toda la tensión de la vida del espíritu se emplee en superarlo? ¿Qué mal es el que se corresponde con este interés de la condición humana que registra el fin de la filosofía porque exige mucho más de lo que ésta ha dado o puede dar en el futuro todavía al hombre que la creó? Tiene, sin duda, que tratarse del objeto de una angustia decisiva. O, quizá, vista la situación sencillamente desde el hombre, debamos decir que aquí de lo que se trata es de la angustia sin más, de la angustia en estado puro; del sufrimiento, simplemente; del mal en cuanto tal.
De la filosofía se sabe que es en esencia una medicina lingüística o, si no, una medicina de conciencia; para el caso, es lo mismo. Luego es que, en el principio de la historia de la filosofía, el hombre puso su esperanza en que una transformación de la representación, del saber, fuera lo esencial para superar el Mal. Supuso, entonces, que la ignorancia es el Mal o es el origen del Mal, y que el saber es la Virtud, el Bien, la Excelencia.
Pero en el mismo instante en que constatamos este estado de cosas hemos de empezar a dudar de que la filosofía sea una empresa sólo griega y occidental. Se nos aparece a esta luz, inmediatamente, conectada, en esencial continuidad, con la sabiduría de la India y la China y, en general, con el Mito; porque lo que acabo de esbozar es el programa de cualquier jñanamarga, de cualquier camino de la sabiduría que conduce a la salvación.
¿O no ocurrirá que no toda la sabiduría humana es jñanamarga? ¿Hay, acaso, alguna sabiduría que realmente sea o pueda ser, como alternativa a estas otras vías numerosas, esencialmente karmamarga, camino de la acción -de la acción salvífica?
Al conocedor de la historia de los esfuerzos humanos por la sabiduría le vendrán seguramente a las mientes cosas tales como el Yoga o la Torá de Israel. Y, por tanto, tampoco, obligatoriamente, sólo alternativas que, por ejemplo, opongan Atenas a Jerusalén, como se solía hacer en momentos en que quizá no se tenía tanta conciencia de la índole específica de algunas formas de la sabiduría, en el sentido amplio del término, realmente ejercidas por la humanidad.
¿Qué tendrán que tener en común estas otras formas de existencia en lucha contra el Mal? No es difícil deducirlo, una vez que se ha observado qué es el elemento común a las primeras vías, representadas por la filosofía griega, pero también por los Upanishads o Lao-Tsé. Esto que comparten, como su núcleo, los tipos habidos y por haber de karmamarga será que ellos no ponen su esperanza en una transformación de la conciencia, sino en el cambio de algo que piensan que realmente subyace a la conciencia: la Vida o la Existencia. Y ¿en qué sentido entienden este cambio y cómo se proponen llevarlo a cabo?
Enseguida acudirán a la memoria, además, los hombres sobresalientes que han hablado de un camino medio: Buddha, Aristóteles. Y también la mejor teología cristiana -que quizá sea, sobre todo, la del futuro-.

3.
Si lo decisivo fuera lograr variar la representación del Mundo o del Todo universal, y en esto residiera la liberación del Mal, la redención o salvación, sería porque la verdad de todas las verdades dijera: Ser es Pensar. Y, así, a otro pensamiento, otro ser. Pues bien, esta tesis radical es, si es que algo debe ser llamado así en la historia espiritual, el idealismo. El cual resume su sabiduría en esta receta: decirnos invariablemente que el objeto de nuestra angustia no existe. Y, en definitiva, porque lo que tampoco existe es la angustia misma, que no ha de ser sino una mala comprensión de lo que realmente es el hombre que la padece. Este hombre, o, mejor, su Yo profundo, ya que el yo de superficie sufre y busca y se desespera, es realmente, eternamente, de suyo, aquello que el Vedanta afirma del Atman: sat, cit, ananda, puro ser, pura conciencia, pura dicha. Y, por tanto, autonomía absoluta, libertad transcendental -como diría un idealista moderno y romántico-. El indio prefiere sostener la identidad última entre el Yo y el Poder Absoluto, Brahman. Porque ahora se nos viene a la memoria cómo también Kant, el idealista crítico o transcendental, habla de libertad en este sentido, pero de libertad finita, a pesar de todo; y, por lo mismo, aun siendo él el umbral que hace posible la forma más perfecta de idealismo que se ha conocido desde el Vedanta Advaita de Shánkara, también significa alguna clase de vía media.
Retengamos, sin embargo, este carácter profundamente vinculado al corazón de la sabiduría indoeuropea: el mal no es; el dolor no existe; la finitud es mera representación provisional o ilusión, maya.
Y al momento comprendemos que se abre ante nosotros la posibilidad de que, apenas identificadas con esta sabiduría, tengamos, sin embargo, que volvernos atrás de meter en el mismo lugar de nuestras clasificaciones a la sabiduría de la China y, en general, al Mito, y a la madurez postmítica o filosófica de la corriente más significativa de la sabiduría de los indoeuropeos. Dentro de la cual, por otra parte, no cabe olvidarse del Avesta y de su concepción de la vida como guerra entre el Bien y el Mal -aunque esta visión, aparentemente poco compatible con ningún estilo de jñanamarga, depare la sorpresa de poder convertirse con notable facilidad en fuente de inspiración de motivos gnósticos, es decir, de nuevo, idealistas-.
Pero lancemos una nueva mirada al lugar que menos deseamos contemplar, porque es necesario precisar algo más qué es el dolor propiamente dicho, o sea, la experiencia del Mal cuando toca éste de veras la vida humana.
No se puede decir de otra manera, al describir lo primero que vemos ahí: el Dolor es el riesgo de vacío, de sinsentido, de muerte en la acepción más honda de esta palabra. De muerte como aniquilación, pero aniquilación de un orden tal que su verdad sería que nunca nada fue real; que toda plenitud -aun la momentánea-, que todo sentido por mínimo que haya aparecido, fueron tan ilusorios, tan puros fenómenos insustanciales, que de ellos no se puede decir ni aun lo que algunos mitos indios afirmaban: que el mundo entero no es más que la pesadilla de un Dios, que será olvidada absolutamente en cuanto el Dios despierte.
El Dolor, expresado en términos subjetivos, es el paso del Yo al Ello, o, más bien, el descubrimiento paradójico, vertiginoso, repugnante, de que nunca existió sino el Ello vacío, Nada, incluso cuando parecía haber un Yo lleno de angustia y, a veces, hasta esperanzado y feliz. Un idealista que no piense en profundidad su idealismo se contentará con admitir que, efectivamente, el miedo fundamental es la conversión de la primera persona en tercera persona, o sea, la transformación de su yo en el ello del cadáver. Y que, en este modo, aunque las cosas son complicadas, y no como podrían parecer a una mirada descuidada, cabe decir que el miedo fundamental, simplificadamente, es el miedo a la muerte. Viendo morir a los demás, consideramos demasiado en serio la posibilidad, la certeza, de que nuestra vida sea realmente la nada o el silencio de cosa del cadáver que hace apenas un instante vivía como ahora nosotros vivimos.
Y ahora podemos decir, en consecuencia, que el idealismo, el jñanamarga radical, consiste en anticipar sapiencialmente esta aniquilación del yo que teme de manera ingenua el hombre sin saber muy bien qué teme tanto en la muerte. Hay que no aferrarse en modo ontológico alguno al Yo que está entre Nosotros, con Tú, con Él y Ella y Vosotros. Hay que habituarse a la representación que niega su dolorosa individualidad, para así, justamente, anular, con este cambio de la conciencia, el dolor mismo y, en definitiva, la muerte.
Todo el esfuerzo está en que sea asimilada una representación de la Totalidad en la que la muerte no existe y, por ello, tampoco el dolor.
Pero ambas cosas no pueden afectar al Todo, sino sólo al Yo individual. Luego éste es el adversario. Y, paradójicamente -Unamuno diría que dolorosísimamente-, entonces todo consiste en que cada uno para sí y en su soledad llegue a asimilarse o apropiarse la verdad de que no hay nada real individual, nada que sea el yo propio, nada, pues, que corra ningún peligro ontológico -ni, en general, ningún peligro en absoluto-.
Pero semejante enseñanza sólo se puede verter en una de tres formas, que serán, así, las tres variedades generales del idealismo.
La primera, el monismo, tenderá a mostrar, al estilo de la filosofía jaina de la India, o de la monadología europea, que el Yo real, que subyace, naturalmente, a la apariencia de la precariedad del individuo, es eterno, o bien porque él mismo es lo único que existe (pero esto es ya, en el fondo, la forma segunda del idealismo, o sea el panteísmo), o bien porque él integra, junto a otras mónadas de vida, ser, conciencia y dicha puras, el Gran Cuerpo del único universo real -o la cabeza divina del Macrocosmos, según el mito jaina-.
La tercera forma del idealismo, que probablemente sea la más consecuente por más radical, no identifica Yo y Absoluto, ni panteísta ni monádicamente, sino que avanza hasta la doctrina de la inexistencia del Yo -que, por tanto, con verdadera audacia dialéctica, comporta la inexistencia de lo Absoluto-. Se trata de la tesis budista del anatta, que se desarrolla grandiosamente en el mahayana con la última liberación incluso de la representación de que haya lucha tajante u oposición no superable entre el mismo nirvana y los skandas -es decir, los compuestos que nada más son que dolor-.
Es posible que nos sorprenda comprobar así que las tesis fundamentales del pensamiento de la India nos sirven para clasificar las formas del idealismo incluso mejor que nos servirían las menciones paralelas de los sistemas y los pensadores idealistas de Grecia y Europa. Pero el registro de este hecho a lo que conduce es a desechar que esté últimamente bien justificada la eliminación del pensamiento de la India del terreno de la filosofía. Lo que podría ser la antesala de una reforma completa en la vieja cuestión de las fronteras de la filosofía, entendidas, según el texto famoso del principio de los libros Metafísicos de Aristóteles, como las barreras entre los que “teologizan”, o usan sólo del “mito”, y los que “filosofan”, o usan sólo del “logos”.
Admitamos lo que fue nuestro primer supuesto: la identificación de filosofía e idealismo. Tiene el inconveniente de que parece que exige que el realismo sea, entonces, el nombre que haya que dar a toda la sabiduría que no es la filosofía, cuando, como es muy claro, el realismo está integrado, por lo menos oficialmente, en la misma historia de la filosofía. Como no es cuestión de entrar ahora en un problema de justicia de la historia o injusticia, ni de adecuación o inadecuación de denominaciones, adoptaré el expediente terminológico de Franz Rosenzweig, que en seguida fue también hecho suyo por Heidegger -aunque no podía por menos de matizarlo hasta no dejar que se reconocieran sus deudas con el judío-: llamemos Nuevo Pensamiento al Pensar Postfilosófico, dejando para más adelante averiguar si el nombre de Realismo (es el que prefería Unamuno, y es también el que escogió años después Zubiri) no sería mejor. Otros, desde luego, han propuesto Existencialismo, y otros más, Ética (Rosenzweig había propuesto, sólo que como un fragmento inicial del Nuevo Pensamiento, “metaética”). También hay contemporáneos que vuelven a referirse, aunque dándole un sentido muy nuevo a la expresión, a la Filosofía de la Vida, que hacen sinónimo de la Fenomenología Material. Por mi parte, aun prefiriendo para usos puramente teóricos Nuevo Pensamiento, como este título tiene, sin duda, un matiz pedante a primera vista, utilizo, en general, Filosofía de la Existencia, en el bien entendido de que se trata únicamente de un rótulo provisional, que está a la espera de ser sustituido por el nombre que las cosas mismas terminen por mostrar que es el más adecuado y significativo.

4.
Pues bien, al comenzar la lectura de La Estrella de la Redención -la obra maestra de Rosenzweig- tomamos inmediatamente contacto con la angustia de lo terreno. Lo terreno es aquí lo mortal, y su angustia, la de la muerte. Pues la tierra es un seno materno inagotable; la vida, un viaje; la muerte, lo oscuro hacia donde dirige sus pasos el viajero. Pero esta oscuridad amenaza con la posibilidad de su inminencia cada uno de estos pasos. Y, así, cada viajero es una angustia nueva, irreducible a las angustias vecinas; pero, además, cada uno de sus pasos en la ruta de la vida está transido de angustia de muerte.
Si nos situamos en el miedo humano, como que es aquel que conocemos por dentro, por más que veamos a los restantes animales urgidos por un terror análogo muchas veces, comprendemos que, puesto que la experiencia de la muerte es, en primer lugar, experiencia de la muerte de los demás, la angustia que sentimos tiene que tener al menos algunos de sus componentes recibidos de la experiencia del morir de otros a nuestro alrededor.
Cuando alguien muere, lo que no encontramos en su cadáver es a él mismo, a su yo. Un frío de piedra sustituye al calor de un yo que se expresa en el movimiento corporal. El yo se ha petrificado. Lo que nos parece percibir es que ha desaparecido, pero no porque se haya marchado -ya que no somos capaces de comunicarnos más con él-. Esa desaparición o aniquilación está precisamente vivida como petrificación, o, si se quiere decir de una manera equivalente: el yo, al morir, se vuelve ello. Más exactamente: a nosotros, que vemos de por fuera el proceso que otros han sufrido, nos parece perfectamente posible que esa transformación sea la esencia propia de la muerte.
Y si tal es la angustia de lo que vive, entonces es que su otra cara es el deseo de la permanencia en la vida, o sea de la conservación del yo como tal yo.
¿Cuáles son las posibilidades abiertas por esta situación fundamental?
Ante todo parece estar el problema de llegar a saber si es cierto que el yo hay que perderlo -por inconcebible que sea la pérdida-. ¿Quién sentirá que se le arrebata la conciencia? ¿Quién sintió que le fue dada? Habría que llegar a saber si el yo está tan solo, tan en precario, como para que, efectivamente, aquello mayor en donde ahora habita se termine por desentender completamente de su suerte. De modo que surge el proyecto de representarse adecuadamente la naturaleza de esto mayor, e, incluso, la naturaleza de todas las cosas que son. Si pudiéramos conocer la totalidad, sabríamos a qué atenernos sobre la muerte.
Porque, en efecto, el interés absorbente que suscita en nosotros la angustia de la vida no se puede conformar con menos que proyectar la idea de la Totalidad absoluta de las cosas reales, junto con el plan de recorrerla enteramente, en busca de la fuente de la vida o del secreto de la muerte. Y esto es así no sólo porque parezca que es inseguro, en negocio tan tremendo como el morir, dejar algún rincón de ignorancia, donde pudiera ocultarse, precisamente, el riesgo que habríamos despreciado como insensatos. Es que la muerte nos enfrenta con la posibilidad de la nada, y el encuentro con ella es ya, en uno de sus aspectos, encuentro con el Todo.
La muerte nos amenaza constantemente con la nada del yo, con la nada de la conciencia. Ello continúa estando, inerte; pero nos habrá asimilado a su inercia, si es verdad que morimos del todo tal como nos parece que se mueren del todo los demás cuyos cadáveres velamos. La nada de la conciencia no equivale a la nada del Mundo, sino a la revelación de que el yo no está suficientemente acogido por la Totalidad, la cual es capaz de cortarse de él, de amputárselo, más bien, para dejarlo caer en el Fuera vacío. Y, en este sentido, el miedo a la muerte como petrificación del yo en ello nos sugiere la posibilidad de que nosotros carezcamos de todo valor; que no vengamos a ser más que excrecencias o enfermedades del Mundo. La vida para el hombre -y quizá para todos los animales dotados con el instinto de la pervivencia- podría no ser más que una pesadilla; el hombre mismo podría estar absolutamente de más en el Mundo. Y entonces podría ocurrir que matarse fuera lo más consecuente: reencontrar cuanto antes la Nada, que está siendo ya ahora la auténtica verdad del Yo.
Pero aún caben más posibilidades, ciertamente. Una es que, al descubrir el miedo a la nada y la posibilidad de que apenas colguemos del Todo por un hilo de pesadilla, se nos ocurra que las cosas podrían también ser enteramente al revés, y la muerte únicamente un espantajo para que despertemos a la paradójica verdad. La cual sería que la muerte es realmente nada, porque el hombre no es primordialmente un ser que vive en esto mayor que lo acoge y a lo que llamamos mundo, sino un alma inmortal por sí misma. La muerte, en este caso, es sólo una representación ilusoria, una ignorancia del alma inmortal; lo cual comporta necesariamente la consecuencia de que el Mundo es, bien mirado, Representación del Alma, y no más. Que el Mundo no es cosa semejante al Todo en el que nacen las vidas precarias y atemorizadas de los hombres, sino que, al revés, el Mundo cabe en los límites, éstos sí verdaderamente insondables, del Alma. El Mundo, y, en él, la Vida, serían así un sueño posible del Alma, que también, de haber tenido la imaginación de un dios, podría haber soñado, con idéntica potencia, sueños distintos de éste, mundos simultáneos dotados de la misma fuerza real -regalo del Alma- que éste en que pensamos haber nacido tiene ahora para nosotros, los temerosos de la muerte.
Rosenzweig llama filosofía a esta posibilidad de destruir el miedo a la muerte mediante el conocimiento del Todo. Y es que, en realidad, cualquier conocimiento del Todo que quedara por debajo de su realidad, que estuviera sometido al criterio de verdad que es su adecuación con el modelo exterior al conocimiento, sería, ya sólo por esto, perfectamente incapaz de curar con eficacia la angustia de la tierra. Un conocimiento que se entienda a sí mismo como copia del ser real -o sea un sistema de pensamiento realista, en último extremo- está siempre en riesgo de no haber tomado buena nota de su original. Está por principio desbordado por su modelo, y, por lo mismo, en vez de apresarlo y sometérselo, permanece a la espera de nuevas noticias de la realidad: deja a la realidad libre como un dios para que ella disponga de la marcha de las cosas. Y bien puede suceder que esa marcha de las cosas sea, precisamente, que éstas cambien sin que de ello pueda enterarse el conocimiento humano; el cual pasaría así bonitamente, estándose por lo demás perfectamente quieto e idéntico al que era un instante antes, de la verdad a la falsedad. Y no habría por principio medio de saber que tal paso fatal se había dado en la Noche del Ser real allende la conciencia humana.
Aunque, por otra parte, también hay que admitir que una filosofía que crea conocer con certeza que Todo es el Mundo y que el yo es mera parte del Mundo, destruye con la misma torpeza o la misma habilidad que ésta que acabo de describir la presunta ilusión de la muerte. O sea, le es equivalente, a efectos del sentimiento central de la vida terrena. Pues este materialismo o naturalismo creería saber, igual que aquel idealismo, que la muerte es una pesadilla de la ignorancia, aunque parezca que emplea, para llegar a tan alta sabiduría, el camino opuesto al recorrido por el idealismo. Si el Todo es el Mundo, entonces, como es absolutamente imposible que el Todo se muera -cosa que ya habíamos comprobado, o, mejor, supuesto, cuando hacíamos del Alma el Todo-, entonces es que el ser auténtico del hombre es la combinación de los elementos sin conciencia de su cuerpo. También el materialismo escinde el Cuerpo y el Alma, sólo que en vez de hacer de ésta el Todo, hace de aquél un puro Trozo del Todo. No es que el Mundo sea representación del Alma, y, por ello, cosa inofensiva, a pesar de las apariencias; es que el Alma es vapor superfluo del Mundo, y, por ello, toda entera, miedos incluidos, es cosa inofensiva, a pesar de las apariencias.
Como observó ya Fichte cuando consideraba estos mismos problemas máximos, el materialismo tiene, sin embargo, una desventaja radical respecto del idealismo. Ambos son, desde luego, monismos, y la muerte, si es real, lo es porque el monismo es falso. Pero el materialismo se olvida de que él mismo es un conocimiento, y resulta cuando menos algo estúpido pretender que el conocimiento es un vapor insustancial, inofensivo, cuando la realidad es que en él, y precisamente a título de Conocimiento del Todo, se está fundando de hecho la vida entera.
Rosenzweig observa agudamente que la filosofía, es decir el monismo, no consiste en mejor cosa que en la recomendación del suicidio, aunque no medie en este caso cicuta ninguna fuera de los ensalmos poderosísimos de las palabras. El suicidio corriente prescinde del problema de conocer el Todo, pero no porque no se lo haya representado, sino porque, ante su representación, se ha conformado con sentirlo. Ha sentido que el Yo es sustancialmente Nada, enfrentado con el Todo, y ha preferido dejar a un lado todas las tristezas -como quien las bebe todas ya de una vez-. El suicidio filosófico no recomienda el otro suicidio porque tiene, el muy pedante, que tomarse tiempo para conocer. Para conocer el Todo que él también, desde luego, como todo lo que muere, se representa. Pero esta demora ante el Todo es pedante porque, en realidad, es falsa. Ya antes de empezar lo que parece ímprobo trabajo de pensamiento, ha contestado lo más esencial la filosofía. Ha dicho, en todo caso, que Todo es.... Ha respondido con la solución monista a la angustia de la tierra; es decir, se ha burlado de esta angustia declarándola ignorancia, senilidad o, sobre todo, puerilidad -y, en muchos casos, feminidad-.
Y, sin embargo, el hombre siente y sabe que está condenado a la muerte natural, pero no al suicidio, no a la muerte antinatural. Lo que es tanto como decir, nada más y nada menos, que sabe que su deber esencial es permanecer: permanecer vivo y temeroso, y, por tanto, guardarse de la filosofía, del monismo, de la destrucción de la angustia, que es lo mismo que la destrucción pedantesca e imposible de la vida.
Es como si la adecuada representación de la Totalidad no pudiera alcanzarse más que pasando a través de los sueños de las falsas totalidades de la filosofía. Porque, en definitiva, habrá una respuesta a la angustia, sólo que es preciso esperar a morirse: es preciso aguardar, tener y ejercer la paciencia; tenerla y aumentarla con la que ya se tiene. Cualquier anticipación de la solución es, en realidad, una fuga del deber, una fuga mundi, aunque muchas veces se haga con el pretexto de que esa huida es el único sincero abrazo que cabe dar al mundo.
Parece que la filosofía se toma suficiente tiempo para pensar el Mundo; pero la verdad es que el que se toma suficiente tiempo es el hombre que, habiéndolo pensado, quizá, decide permanecer -que es lo que, por otra parte, quiere ya siempre la vida en él-. No permanecer pensándolo, sino permanecer viviéndolo, viéndolo desarrollarse como se desarrolla lentamente un día, con toda la sorpresa de la luz y los acontecimientos que van continuamente siendo, una y otros, diferentes. La sorpresa del día, de su luz y sus sucesos, no puede anticiparse; y, a la vez, ocurre que el día es el verdadero todo de la vida, acogido, posiblemente, en una totalidad ahora oscura -hay demasiada luz diurna-, que regresa a antes del nacimiento y se extiende a más allá de la muerte. Una Totalidad auténtica, bien distinta de la del monismo filosófico, en la que el Día de la Vida es sólo, con ser tan largo y tan total, una parte: como un sector de una órbita o un perfil de cierta Figura.
O la Nada o la Tierra. O el Pensamiento pedante del Todo, o el pensar paciente, que es tanto sentir y acción como pensar, con el que el hombre puede acompañar su jornada inquieta sobre la tierra, procurando, en cada caso, estar a la altura de las circunstancias, y, seguramente, trabajando en ella desde un pasado que es para él realmente inmemorial y con vistas a un futuro que sólo será día claro para otras generaciones.

5.
¿No será este pensar paciente el sueño que Edmund Husserl no dejó nunca de soñar, e incluso el hábito del fenomenólogo?
No hay literalmente ninguna exageración en sostener que la fenomenología husserliana inaugura un modo nuevo del saber filosófico, porque para ella no resultan adecuadas las ideas modernas tradicionales sobre la naturaleza de la filosofía.
De estas concepciones tradicionales, la fenomenología, sin embargo, conserva dos y las radicaliza con máxima consecuencia (o con algo muy parecido a la máxima consecuencia). Incluso hay que decir que crece desde ellas y vive de ellas. La primera es la exigencia absoluta de responsabilidad respecto de lo verdadero; la segunda se sigue de la primera, en realidad, puesto que puede formularse diciendo que la filosofía consiste primordialmente en reflexión radical de quien filosofa sobre sí mismo (lo cual es el medio para la realización de la responsabilidad radical de cuño socrático). Ahora bien, la actividad filosófica es, desde luego, acción y vida, o sea, constante expansión de sí que posee, pese a todos los pesares, un lado de ingenuidad y espontaneidad por el que amenaza con oscurecer el resultado de la búsqueda filosófica en el momento mismo en que está procediendo a esclarecerlo. Ya sólo por esta causa, la filosofía fenomenológica, como todo socratismo auténtico, tiene que permanecer abierta y trabajando sin pausa. Las posesiones de este tipo de saber filosófico podrán ser valiolísimas, pero, con certeza, siempre tienen el carácter de meros comienzos, de primicias de la sabiduría que deberán corroborarse mañana.
En cambio, por menos radicalmente socrático, el saber filosófico tradicional, el que configura los sistemas modernos, desde el cartesianismo y la escolástica barroca hasta la izquierda hegeliana y los neoescolasticismos de varia especie, tiene siempre la forma de un sistema. Cuando el sistema no simplemente se anhela sino que se alcanza, es que se ha conquistado un punto de vista necesariamente más alto que el de la filosofía. La versión moderna de la filosofía, entendida como paulatina entrada en posesión del ser absoluto por el saber absoluto, está lastrada, según la fenomenología de Husserl, por una insuficiencia en exigirse a sí misma responsabilidad absoluta. Y si se responde que semejante insuficiencia afectará, en todo caso, al pensador, pero no al sistema mismo, habrá que recordar que en la filosofía sistemática moderna el filósofo se ha convertido en un mero portavoz accidental del conocimiento verdadero.
Es muy interesante observar que la fenomenología husserliana ha formulado su crítica a esta falta de fibra moral del saber moderno con dos términos que a primera vista tienen que parecer por lo menos chocantes: lo acusa de objetividad y de mundanidad, cuando se diría que la primera es el requisito de cualquier búsqueda responsable, mientras que la segunda no se entiende que se pueda dirigir como un reproche a algo que pretende nada menos que ser saber absoluto sobre lo absoluto (aunque sea disfrazado en el vestido, aparentemente modesto, de la ciencia natural contemporánea).
Desde luego que la subjetividad preconizada por la fenomenología de Husserl no es, en absoluto, este último avatar de la filosofía moderna en el que la subjetividad resulta no poder ser interpretada más que bajo la figura del deseo que intenta imponerse a la razón (entendida ésta como saber técnico absoluto acerca del mundo). Y es que la modernidad ha determinado, tomando así una cierta decisión que propiamente ha hecho época, que es la exactitud aquello que decide el problema de determinar cuál es la condición necesaria y suficiente para admitir a algo en la totalidad absoluta del mundo. La mundanidad de lo perteneciente al mundo, o sea, de todo, es la exactitud, el hecho de estar exactamente determinado en su ser y sus propiedades y relaciones, de tal modo que quepa de eso real o mundanal un saber exacto gracias al cual se abra paso este triunfo absoluto de la libertad del hombre que es la técnica. Todo lo que existe, existe en el mundo, y la nota por la que se reconoce qué pertenece al mundo es ésta, repito, de ser sujeto de un repertorio de propiedades y relaciones exactas en sí mismas y, por ello, susceptibles en principio de ser conocidas por un saber absoluto exacto.
El acontecimiento moderno por excelencia es el hecho de que la ciencia exacta ha tomado el gobierno de toda la vida. Este gobierno no es otra cosa que el imperio absoluto de la técnica exacta en todos los ámbitos de la existencia. La filosofía sistemática, apodíctica y exacta ha precedido a la técnica exacta, que más que desplazarla lo que hace es, en realidad, realizarla o consumarla.
La técnica exacta es la ontología moderna, y su tesis es que el libro del mundo está realmente escrito en el lenguaje de las matemáticas, aunque no lo parezca a primera vista. Y estas últimas palabras, por encima de las cuales salta ya siempre la ontología moderna, son justamente aquello que en este problema interesa a la fenomenología husserliana.
Es evidente, pero no es en absoluto insignificante, que la mundanidad del mundo no ha sido entendida históricamente desde el principio como determinación exacta. Recordemos cómo Kant se excluyó, con un gesto de esquivez misteriosa, prefigurado por Berkeley, de la marcha triunfal de la ontología moderna, que luego prosiguieron el positivismo y el marxismo. Kant insistió ya en determinar la naturaleza de la técnica moderna de tal modo que su alcance quede radicalmente limitado. Dicho en términos más precisos: Kant exigió que la mundanidad del mundo se vea a la luz (o, mejor, sobre el fondo de impenetrable oscuridad) de una condición transcendental de orden superior. Éste es el punto esencial de coincidencia entre el kantismo y la fenomenología de Husserl. Y en Kant no se debe dudar de que el monoteísmo judeocristiano, como un siglo después lo manifestará abiertamente Hermann Cohen, operó, cuando menos, como un factor concomitante: Dios no coincide con la verdad del mundo, y mucho menos con el propio mundo.
Es bien sabido que Nietzsche leyó la modernidad en el sentido de que si la verdad es, definitivamente, verdad del mundo, y, por otra parte, esta verdad es la técnica exacta, Dios ha muerto, porque o bien su nombre se toma por completo en vano (como símbolo del imperio técnico en vías de globalizarse e inmiscuirse en todas las culturas), o bien sólo simboliza la no-verdad. Pero esta lectura olvida que Kant no cayó superficialmente en las mistificaciones de la analogía entre ciencia humana y ciencia divina. Es verdad que, en cuanto les abrió una pequeña puerta, Hegel construyó la dialéctica que abraza finito con infinito y Marx pudo enseguida reinterpretarla otra vez como tecnificación general del mundo (aunque en el horizonte de una liberación económica y política operada por el propio estado futuro y superlativo de la técnica en tanto que coincidente con la verdadera identidad del hombre, con la única identidad pensable para éste). En el caso de Marx, ya no se tomará, por cierto, imperialista y colonialistamente en vano el nombre de Dios, sino que será sustituido por lo que en realidad significaba ya cuando era pronunciado por los profetas mesiánicos de Israel. Ya entonces “Dios” quería decir la identidad del hombre, desgraciadamente situada en el futuro en el que maduraría la época de la ontología moderna.
Pero si nos atenemos en Kant no tanto a los factores que permitieron luego la dialéctica hegeliana, sino a su reserva crítica tan profunda frente a la ontología moderna, es evidente que con su gesto despertó de nuevo a la vida la voz filosófica de Grecia y del antiguo Israel. Lo griego, en este caso, es precisamente eso que a Galileo, como a cualquier niño de hoy, le obligaba a preguntarse por el mundo antes de poder descubrir que la verdad exacta de la ciencia fisicomatemática es la esencia auténtica de éste. Previamente se ofrece siempre una gran apariencia no exacta.
Llamemos, como solía hacer Husserl, mundo primordial de la vida a esta gran apariencia no exacta (como la interpreta un niño de hoy cuando ya ha aprendido suficientes lecciones de física, o sea, de “conocimiento del medio”, en la escuela). El mundo primordial de la vida es aquel donde realmente es posible que se encuentren el bosquimano y el físico, o hasta el extraterrestre y cualquiera de nosotros (en un encuentro en el que, eso sí, cada uno de los que se dan cita comparece a los ojos del otro con un sentido bajo el cual apenas se reconocería a sí mismo). Pues bien, la peculiar cientificidad de la filosofía fenomenológica insiste en que el mundo primordial de la vida es el estrato de realidad más patente, más obvio, más consabido, menos conscientemente afirmado como tal. Es la más pasiva de las cosas que aceptamos todos, la más antigua, la que ya dominaba cuando cualquiera de nosotros nació, precisamente porque es en él donde se nace, y todo cuanto condiciona el nacimiento son también sucesos y realidades que le pertenecen, o sea, que están en este realísimo mundo. Él es aquello que sustancialmente nos afecta y gravita sobre nosotros como la moira más elemental, como nuestro lote y nuestro destino primerísimos. La física moderna, la ontología moderna trabaja sobre este mundo a la búsqueda de su esencia verdadera (o sea, de su determinación exacta), en lejana analogía a como sobre él trabajan también, en empeños que algo tienen que ver con el del físico europeo y entre ellos, el chamán, el guru, el filósofo griego y el profeta israelita.
Ningún “mundo” está más lejos del “mundo primordial de la vida” que el del físico contemporáneo, ya que a éste le es absolutamente imposible trasladarse por completo a vivir en ese mundo que, franqueado por sus descubrimientos, es el único en cuya plena realidad él cree explícitamente. Si el físico (o el hombre de la calle influido por él desde su época de escolar) cree con autenticidad en que sólo es perfectamente real aquello con cuya existencia cuenta explícitamente la teoría física, vivirá escindido trágica o cómicamente, porque está de hecho negando todo lo que literalmente da sentido a la única realidad que dice aceptar. No es trivial subrayar que el final consecuente para alguien que no puede mudarse a vivir al paraíso de su realidad auténtica y exacta (téngase presente que no importa nada que este paraíso sólo se deje describir en el lenguaje de las probabilidades) es perder de vista la posibilidad de toda conexión comprensible entre aquello de lo que habla la teoría física y el ser del mundo en el que existen los hombres, los laboratorios de física, las subvenciones, las rencillas entre colegas, los congresos científicos y, además, la guerra y el hambre, la muerte y el nacimiento.
Lo más absurdo de un hombre así (del que quizá se encuentran más ejemplos de los que podría parecer) es que termina también desvinculándose de la empresa que quiso llevar a cabo el propio Galileo, pues la física moderna ha nacido para determinar con exactitud la realidad incuestionable del mundo, y no para darle la espalda.
Esta observación nos obliga, como a la fenomenología, a concluir que el objetivo fundacional de la física moderna se ha comprendido muy mal al captarlo como la búsqueda de la esencia matemática de las meras apariencias sensibles. Es sumamente incorrecto decir que se desea hallar las auténticas cualidades reales o primarias de las cosas evitando dejarse enredar en la múltiple irrealidad de las cualidades “secundarias” (sensibles, pero no cuantificables); y lo es porque supone olvidarse de que el tránsito de la cosa sensible aparencial a la cosa física, exacta y real, sólo es posible, en primer lugar, porque estamos tratando con la misma realísima cosa (sólo que antes y después de un cambio de la perspectiva intelectual sobre ella), y, en segundo y todavía más importante lugar, porque ha sido la absoluta fe en la realidad de la cosa sensible lo que ha suscitado la esperanza de poder captarla más adelante en términos necesarios, universales y exhaustivamente precisos. Descartes se convenció demasiado deprisa de que una cosa cualquiera del mundo, mientras no da principio la verdadera teoría física, es para la inteligencia del hombre infantil y pasivo nada más que una incógnita. Según él, todo lo que realmente ha sabido y sigue sabiendo el hombre premoderno acerca del mundo es que en él cada cosa es una de estas incógnitas. El resto sería ignorancia: una sucesión de mitos que se van reemplazando cada vez más deprisa, ya que, naturalmente, va disminuyendo la fe del hombre en sus sistemas de representación del mundo, cuando éstos, una y otra vez, manifiestan ser nada más que subjetivos y relativos. Todas estas ignorancias son otras tantas invenciones de la fantasía, promovida por el deseo y, al mismo tiempo, por sus mecanismos sociales de inhibición. A la larga (continúa Descartes), si hay en la humanidad bastante fuerza moral como para querer, traspasando las nieblas de placer y dolor de la sensibilidad, verdad pura e inteligencia de la realidad, terminará por imponerse algo que sencillamente ha tardado demasiado en ser reconocido, para sufrimiento de la humanidad. Elevarse a la inteligencia intemporal es sobreponerse con la bondad al deseo esclavizador y últimamente fuente de dolores incontables. Y esta bondad instaura la más profunda de todas las revoluciones posibles, ya que es, en definitiva, técnica del futuro reino de Dios, realizado ahora en mitad de la creación y de la historia.
Existe, desde luego, un fallo en la misma base de esta argumentación, y es el error que, advertido por Locke, dio origen a la ejemplar historia del empirismo clásico. Se trata de que la incógnita planteada por cada cosa aparentemente sensible (y en realidad puramente inteligible) está, justamente, planteada por cada una de las cosas sensibles, que, por consiguiente, no son, en ningún caso, meras incógnitas. En términos estrictos: en vez de que, como parecía verse palpablemente en el ejemplo célebre del pedazo de cera calentado, en el texto de la Segunda Meditación Metafísica de Descartes, cada cosa ofrezca una incógnita vacía como sujeto de predicados que tiene que buscar la inteligencia pura, lo que ocurre es que hay ya siempre alrededor del sujeto-incógnita un círculo de predicados que sustentan su identidad y constituyen su sentido más elemental, para los cuales no se ha suministrado en el cartesianismo la prueba de que son todos también objetos de la inteligencia pura. La fenomenología está en este punto de acuerdo con el empirismo: el modo en que la ciencia física moderna se apoya en el mundo primordial de la vida no es, de ninguna manera, aquel que Descartes construyó.
Lo que sucede, sin embargo, es que el ensayo de descripción y captación del mundo de la vida que ha llevado a cabo el empirismo ha sido siempre también una auténtica construcción que ha saltado por encima de los datos en los que se apoyaba su posibilidad y su sentido. La primera tarea de la filosofía, o sea, de la fenomenología, es, justamente, el retroceso metódico más atrás de todas las construcciones influidas por presuntos saberes más ciertos, hasta hallar el mundo primordial de la vida y la vida misma que en él se desenvuelve. Este retroceso metódico, a contracorriente de los hábitos del saber, inducido por la radical responsabilidad del filósofo, es realmente una reducción a lo descriptivo puro, a los fenómenos elementales en el máximo respeto de su peculiar fenomenicidad.

6.
Como antes dijimos, el mundo primordial de la vida es, ante todo, el ámbito de las realidades que, experimentadas intersubjetivamente, conectan posiblemente las vidas más dispares que quepa pensar (incluidas, por cierto, las de los enfermos de toda condición, las de los niños y hasta las de muchos animales). En esta disparidad extrema tiene un gran papel la multiplicidad de las formas religiosas de la vida.
Pues bien, el mundo primordial de la vida cotidiana viene a ser algo así como un estrato de la vida y del mundo, oculto bajo las capas superiores que integran, junto con la escondida en su centro, el mundo concreto de la vida despierta de todos los días. Tan es así, que apenas hay otras vías de descenso hasta aquel centro que las que proporciona el fracaso de la comunicación, por más que hayamos exigido la descripción directa como método necesario de la fenomenología.
El mundo primordial no es tampoco el mundo adánico. Para comprobarlo, basta con reflexionar un momento en cómo es de hecho esa pasividad afectante con la que contamos como habiendo nacido en ella y que aceptamos, de entrada, que nos impone sus leyes y demarca, como siendo nuestro destino, el ámbito de nuestras posibilidades reales para la vida futura que aún hemos de hacernos. Es muy evidente que el mundo, así entendido, tiene en la historicidad uno de sus rasgos más sobresalientes. Adán nació no sabemos dónde, porque tuvo que nacer a una radical pre-historicidad. No estará de más precisar que la historicidad del mundo de la vida significa sobre todo el hecho de que el punto del que arranca una vida determinada no es nunca exactamente el mismo que fue el de la de sus padres (y correlativamente, uno y otro mundo no son los mismos). Este fenómeno de que el mundo en que se nace es ya siempre otro que fue para la generación anterior, sólo tiene sentido si es que el trabajo humano cultivando el mundo concreto de la vida produce rendimientos y logros que se van incorporando, en ciertos casos y bajo determinadas condiciones, a la estructura y el ser del mundo.
Es muy cierto que la historia de las lenguas concretas refleja en un grado importantísimo la historia de los mundos concretos de la vida (la intrahistoria, en términos de Unamuno); pero el lenguaje y su asimilación (la adquisición de esta competencia universal: universal como el mundo) no son, también es evidente, todo el nacimiento al mundo concreto de la vida concreta. Como Ortega decía, el lenguaje es sólo un destacado uso social, entre otros varios también radicales y cuya tradición preconsciente, pasiva o afectiva (en todo caso, pre-activa, si se permite la palabra) preside asimismo el nacimiento de la nueva generación. Hay muchos ejemplos de factores de la instalación en la vida y el mundo, como gusta de decir Marías: la herencia de los gestos corporales, del vestido, de la rutina en el empleo del tiempo, de la orientación espacial, los juegos, las pautas de conducta absolutamente censuradas y las absolutamente aprobadas, etc.
Y además de la historicidad del mundo de la vida, ocurre también, o sea, es un fenómeno primordial que las condiciones en las que es posible la comunicación entre individuos de distintos mundos culturales tienen una genealogía en esos mismos individuos (si se prefiere decir así, en la historia de cada uno de ellos, y no en la historia de su generación o de su tradición particular entera). Quiero decir que dependen de ciertas acciones primigenias, de las que no cabe hablar ni en términos de pura actividad, ni en términos de pura pasividad, dado que son llevadas a cabo se quiera o no. Hay que entrar en posesión de sí mismo, del cuerpo propio, del entorno mundano básico y, en cierto modo, presocial, y este logro han de haberlo conseguido ya todos, antes de que la comunicación dé comienzo. Son éstas esferas de problemas fenomenológicos que no pueden observarse bien si nos valemos solamente de los conceptos históricos o sociológicos, aun fenomenológicamente depurados. Para este nivel fundamental del mundo primordial de la vida, Husserl usaba la expresión mundo mío primordial.
Pues bien, la radicalidad de la filosofía fenomenológica se ve mejor que nunca cuando se atiende a que exige retroceder incluso hasta las condiciones de donación y sentido del llamado “mundo mío primordial” (y, por supuesto, a las de todos los restantes estratos superpuestos del mundo concreto en que se vive, o sea, en que vive el filósofo). Tales condiciones últimas, ultimísimas, se pide que se muestren en su fenomenicidad y se las califica de fenómenos subjetivo-transcendentales y de vivencias, o sea, partes de vida subjetivo-transcendental. La mera enunciación de esta exigencia realmente extrema ayudará a comprender, por fin, en qué medida estaba justificada la crítica de la fenomenología a la filosofía sistemática moderna como “objetiva”, por una parte, y “mundana”, por la otra. Seguramente que este segundo reproche se dirigirá, además, no sólo a la ontología moderna sino posiblemente a la mayor parte, quizá a la totalidad de las tradiciones culturales del pasado. Husserl, pese a las continuidades históricas que reconocía para la fenomenología transcendental (tanto en Grecia como en Israel y en Oriente), solía expresarse en el sentido de que la fenomenología renovaba críticamente todas las tradiciones, incluidas también todas las no modernas.

7.
Por cierto que el historicismo radical, del que Heidegger, Ortega y la práctica totalidad de la hermenéutica participan, junto con un gran número de autores que se han seguido llamando a sí mismos fenomenólogos, está también comprendido en la crítica radical de esta nueva racionalidad representada por la fenomenología transcendental. Y ésta es una cuestión realmente grave y decisiva.
En efecto, si nos aferramos a la idea de que somos pura historia, o sea, si no reconocemos apropiadamente la existencia de estas esferas peculiares del mundo mío primordial, la consecuencia será que nos quedará vedada toda reflexión realmente radical sobre el fondo del devenir histórico, tanto de nosotros mismos como del mundo. Por ejemplo, careceremos de todo punto de referencia desde el que calificar a la historia como pura facticidad (en lo que tanto ha insistido Heidegger). La situación, bien descrita, sería entonces enormemente sospechosa, porque, por lo visto, estaríamos alardeando de poseer todo lo esencial de lo que justamente podría enseñarnos esa reflexión radical que, sin embargo, acabábamos de descartar por imposible. Como si la hubiéramos realizado, conoceríamos ya que la historia no toca por parte alguna con algo que le sea exterior en ningún sentido ni modo.
La consecuencia de esta situación peor que sospechosa es, por cierto, la universalidad absoluta de la interpretación: todo sería interpretación, incluido el hombre e incluida esta interpretación tanto del hombre cuanto de la interpretación. Sólo quedaría cerrar el círculo (¡tantos lo han hecho!) proclamando bien alto (¿sobre las mesas de los cambistas?) que eso de la definitiva realidad no es más que una orteguiana creencia, y precisamente, una creencia griega.
En el caso particular de Descartes, el elemento fáustico está ya tan poderosamente presente, siquiera en germen, que es probable que haya que describir así su antropología: el hombre, que hoy tiene certeza de ser una sustancia finita porque, al meditar radicalmente, descubre cómo su infancia prerracional se localiza en un punto muy determinado de la historia, se prepara ahora, en el advenimiento de la modernidad, para empezar a modificar en adelante su esencia misma. Pasa a ser el reconstructor del mundo, y no será imprescindible que en el futuro los niños nazcan en un mundo demasiado parecido al que tuvieron originalmente los precursores de la modernidad.
Se ha observado muchas veces en la literatura del Renacimiento las huellas de este milenarismo progresista, para el que la esencia del hombre es pura plasticidad confiada (bastante paradójicamente, por cierto) a su propio cuidado. Hay al menos dos fuentes tradicionales de esta tendencia: por una parte, la herencia común a gnósticos y herméticos; por otra, el nominalismo revolucionario de los movimientos religiosos cuya formulación más interesante se dio en la teología de la historia del joaquinismo.
Claro está que Descartes no pensó en que un día el hombre nazca ahorrándose la infancia y la sumisión a las gentes (en el sentido orteguiano) y las tradiciones; pero sí creyó asistir al surgimiento de un mundo cultural concreto en el que se invertirán las actuales relaciones entre las gentes y el yo. Llegará el día en que cuando el yo despierte a la plenitud del entendimiento, las cosas estarán de tal modo reconstruidas por la nueva tradición de la técnica moderna que lo que él experimentará será, más bien, sólo vergüenza por haber tardado en comprender en qué maravilloso mundo estaba viviendo. En el hoy de Descartes, el imperativo era saltar por encima de la historia; en su futuro, ésta será la mayor injusticia y la peor insensatez. Se nacerá en una tradición histórica respecto de la cual el sí mismo solitario siempre estará enormemente por debajo, sea cual sea la radicalidad de su responsabilidad filosófica. El deber de ese mundo renovado será, precisamente, saltar desde la inferioridad del sí mismo individual a la maravilla del mundo colectivo y a la plena identificación con la voluntad general, el conocimiento común y el diseño perfecto del futuro.
El cartesianismo preveía un verdadero final de la historia, si entendemos por historia la concurrencia de una pluralidad de mundos culturales concretos. La evidencia apodíctica, patrimonio de la luz natural de la razón que habita en cada yo humano, instaura una tradición que tiene como destino esencial asimilar en su interior a toda la humanidad, destruir lo más aprisa posible tanto la tradición histórica sobre la cual había saltado el yo de Descartes, cuanto todas las demás tradiciones históricas (en cuyo interior, más tarde o más pronto, habrán de surgir imitadores del gesto cartesiano). No habrá un día otra historia que no sea la de ir añadiendo nuevos fragmentos, nuevos teoremas, a un mundo del vivir cotidiano plenamente sometido a la tarea de casi divino ingeniero que es el lote del hombre.
Espero que nadie pensará que la comprensión justa de este programa y de su alternativa más radical son temas indiferentes para la contemplación de los últimos trescientos años de historia mundial y para la expectativa del futuro. Todo es química, en definitiva, y lo demás, poesía (¿no es todavía ésta la escisión dramática en los trabajos epistemológicos de Gaston Bachelard, tan admirables en sus detalles?).
Pero la verdad (muy bien sentida por el hombre corriente y, al parecer, no tanto por el experto) es que el dolor del mundo y la falta de sentido de la vida (de las vidas) no pueden esperar a que la química omnipotente, con el correr de los siglos, resuelva a otros, a nuestros lejanos nietos, sus problemas. Corre incluso, bien arraigada, la opinión de que la ciencia moderna, más que solucionar las cuestiones inmediatas angustiosas, lo que hace es originar muchas de ellas. El positivismo del XIX creía y sentía de manera opuesta. Aquel siglo se inauguró con la Diosa Razón en los altares antiguos y se gozó en abrir templos de la Iglesia de la Ciencia. En las ciencia positivas estaba realizándose lo mejor, lo que de veras era factible y estaba bien pensado del ideal cartesiano. La investigación de los hechos, llevada a cabo tantas veces con profundo espíritu de reverencia por ellos, era la verdadera piedad, después de tantos milenios de culto a los productos de la fantasía.
La desgracia estaba en que los hechos son solamente hechos, y no también, simultáneamente, ideas. La historia del siglo XX ha decepcionado una enorme parte del ideal positivista de carecer, por fin, de ideales. Toda pregunta por el sentido definitivo de la totalidad de los hechos debía ser reprimida como una enfermedad metódica y, además, como una auténtica amenaza social.
En realidad, sin embargo, atenerse a los hechos y sólo a ellos degenera en la represión de las cuestiones de la razón. El sinsentido y la barbarie de las guerras nacionales, económicas, coloniales y raciales del siglo pasado prueban que los evidentes éxitos de las ciencias positivas tienen que ser cuidadosamente distinguidos del error global que es el positivismo. La razón es el único modo que tiene el hombre de vivir en todos y cada uno de los ámbitos de su existencia. El hombre no se limita jamás a representarse sentidos, a quererlos, estimarlos o pensarlos. A la vez, irreprimiblemente, los vive como claros u oscuros, evidentes o confusos, válidos o carentes de validez. Poseer una razón es no tener que aceptar cualquier cosa como verdadera, bella y buena, sino poder someterla a crítica, suspendiendo primero el juicio, hasta decidir después sobre las evidencias presentadas. La fenomenología ha admitido que el concepto de la razón está vinculado con las ideas platónico-kantianas, puntos de referencia para su sanción; pero cuando la razón se interpreta desde la crítica radical de su “objetividad” y su “mundanidad”, cabe seguir esperando en las posibilidades de un pensar que no sea nihilismo ni ontoteología precisamente porque respete todas y cada una de las fuentes reales y fenoménicas del sentido.

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